Cien años después de su descenso a los infiernos, el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando. Pese a descansar a 4.000 metros de profundidad en el Atlántico Norte continúa alimentando imaginaciones y leyendas, ficciones y realidades. Ha conseguido ser, un siglo después de que un iceberg se interpusiera en su triunfal camino, lo indestructible e insumergible que soñaron sus creadores. Y si bien no pudo sortear aquella mole de hielo que lo arrastró al fondo del océano en las primeras horas del 15 de abril de 1912, sí que ha sido capaz de vencer el paso del tiempo y el peso de la Historia.
Por Fernando BETETA. Copyright.2012
Nació de un sueño y acabó convirtiéndose en una pesadilla. El sueño lo forjaron en el verano de 1907 Joseph Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, y William James Pirrie, dueño y presidente de los astilleros Harlan&Wolff, el mayor constructor de navíos del mundo. En unos tiempos muy anteriores a los viajes en avión, los grandes barcos eran el máximo exponente del transporte de pasajeros, Pirrie y Bruce Ismay idearon la construcción de tres transatlánticos: Olympic, Titanic y Gigantic, que tras la tragedia del anterior cambió su nombre por el de Britannic. El Olympic fue botado en octubre de 1909, hizo su viaje inaugural el 14 de junio de 1911, sobrevivió a la Primera Guerra Mundial y navegó hasta 1935; mientras que el Britannic, que fue botado en febrero de 1914 y empezó su servicio como barco hospital en diciembre de 1915, se hundió el 21 de noviembre de 1916 en el mar Egeo tras chocar con una mina.
Era en el Titanic donde tenían puestas todas sus esperanzas Pirrie y Bruce Ismay. Iba a convertirse en el estandarte de la White Star para hacerse con el mercado de pasajeros atlánticos de gran lujo. Iba a ser la mayor obra de ingeniería naval de la Historia, el símbolo de una época, el abanderado de una sociedad, la occidental, que llevaba 100 años disfrutando de la paz, viendo cómo la técnica avanzaba con paso seguro, viendo cómo los beneficios del trabajo parecían filtrarse a través de la sociedad… Viéndolo con la perspectiva actual, sorprende ese optimismo, esa confianza que la sociedad de entonces, mayoritariamente clasista, tenía en sí misma… Pero la realidad era que en aquellos años la gente creía que la vida era perfecta. Sea como fuere, el hundimiento del Titanic bajó de golpe el telón de ese optimismo y acabó de un plumazo con la prepotencia de la época, con una forma de ver y vivir la realidad. Ya nada iba a ser igual. Después vino la Gran Guerra y el mundo cambió definitivamente.
Antes de que todo esto llegara, el 31 de marzo de 1909, empezaron en los astilleros de Belfast los trabajos para construir el barco más grande y más lujoso de la época. No iban a ponerse trabas en el presupuesto: los mejores materiales, las técnicas más avanzadas, los motores más potentes, las innovaciones más sorprendentes, los detalles más sofisticados. Todo esto y mucho más iba a tener el mascarón de proa de la White Star. El Titanic fue botado el 31 de mayo de 1911, tenía 269 metros de eslora y 28,19 de manga, podía desarrollar una potencia de hasta casi 60.000 caballos que permitirían una velocidad máxima de 23-24 nudos y tenía capacidad para admitir hasta 3.547 personas, entre pasajeros y tripulación. Southampton-Nueva York iba a ser su primer viaje.
Y luego estaba el lujo desmedido para aquellos de primera clase que pudieran pagarlo. ‘Camelot flotante’ y ‘Paraíso sobre las aguas’ fueron algunos de los adjetivos que recibió Y no resultaban exagerados. La primera clase contaba con todos los estilos de la época: desde el Imperio hasta el Regencia pasando por el Luis XIV o Luis XXV. Piscinas cubiertas, pistas de squash, una baño turco, salas copiadas del palacio de Versalles, cafés parisinos, bibliotecas, gimnasios, ascensores…
Todo ello fue un reclamo imposible de resistir por algunas de las grandes fortunas de ambos lados del Atlántico. Un hotel con más estrellas que el firmamento para viajar del Viejo al Nuevo Mundo. Pero la mayoría de los que embarcaron con destino a Nueva York no estaba pensando en las estrellas; se dirigían a América en busca de una nueva vida, un futuro mejor: la segunda clase estaba formada por profesores, comerciantes y profesionales de clase media, mientras que los viajeros de tercera, que tuvieron que soportar un humillante examen médico para comprobar que no eran portadores de ninguna infección, eran trabajadores con escasos recursos económicos. Aunque la historia siempre ha hablado de los ricos y famosos que viajaban en el barco, lo cierto es que tres de cada cuatro pasajeros que embarcaron llevaban billetes de segunda o tercera clase, fundamentalmente de esta última. El Titanic fue una enorme maqueta flotante de la sociedad de preguerra.
El orgullo de la White Star zarpó a las 12.15 horas del 10 de abril de 1912 del puerto de Southampton. De allí se dirigió a Cherburgo a través del canal de la Mancha. Y tras recoger pasaje y carga se dirigió a Queenstown, en Irlanda, por la costa sur de Inglaterra. Allí llega a las 11.30 del día 11 y tras embarcar más pasaje y más carga levanta su ancla de estribor e inicia su primera y última travesía hacia Nueva York. Los relojes marcaban las 13.30 horas. Entre el 11 y el 12 de abril, el barco recorrió 486 millas sin ningún tipo de incidente y con unas condiciones de navegación óptimas. En las siguientes 24 horas el Titanic recorre 519 millas, también con buena navegación, aunque recibe dos avisos alertándole de la presencia de hielo en su ruta; el segundo en las últimas horas del día 13 cuando el Rapaahannock le informa que incluso ha sufrido algún daño en el campo de hielo.
Los errores del capitán Edward John Smith, un veterano de la White Start Line que iba a jubilarse tras el viaje, propiciaron el descalabro del Titanic. A lo largo del día 14, el puente de mando recibió no menos de siete avisos que alertaban de la presencia de hielo en su rumbo a Nueva York, a los que habría que sumar los dos que recibió el día anterior. El capitán no hizo caso ni redujo la velocidad cuando ya empezaba a caer la noche, después de haberla aumentado por la mañana por indicación de Ismay, que quería llegar lo antes posible a su destino y arrebatarle a su competidora la Cunard Line el récord de rapidez. El Caronia, el Noordan, el Baltic, el Amerika, el Mesba y el Californian, por dos veces, lanzaron alertas de icebergs a lo largo de toda la jornada. La última de ellas, lanzada desde el Californian, tuvo lugar sólo 45 minutos antes del impacto.
A esa hora, a las 23.40, el capitán Smith se había retirado a descansar, el mar estaba como un plato, el cielo completamente estrellado y la visibilidad era óptima. El vigía Frederick Flett, que estaba a punto de acabar su guardia en el nido del cuervo, observó de pronto cómo el barco se dirigía a una gran masa de hielo que aumentaba rápidamente de tamaño conforme se acercaban a ella. Tocó tres veces la campaña y se dirigió al puente: «¡Un iceberg a 400 metros!».
En el puente de mando, el primer oficial W.M. Murdoch da al timonel Robert Hitchens dos órdenes muy rápidas: «Todo a estribor» y «marcha atrás a toda máquina», sin saber que la suma de ambas iba a resultar trágica, ya que la inversión de los motores hizo que el barco girase lentamente hacia babor provocando, al entrar en contacto con el iceberg, una brecha de casi 100 metros de longitud en su costado de estribor y la rápida inundación de cinco compartimentos estancos. Habían transcurrido apenas 40 segundos desde que el vigía Flett divisara la mole de hielo, que sobresalía 30 metros de la superficie, y ésta impactara con el Titanic. De haber chocado frontalmente, lo más probable es que pese a los desperfectos, el barco hubiera podido continuar su viaje a Nueva York.
Cuando el capitán Smith saltó de la cama y se dirigió al puente de mando ya era demasiado tarde. Cayó entonces en la cuenta de que el barco podía no ser indestructible ni insumergible. Veinte minutos después del impacto, Thomas Andrews, uno de los diseñadores del Titanic, lo sentenció a muerte tras recorrer las zonas afectadas de la nave y cuantificar los daños: «El hundimiento se producirá antes de tres horas». Y así fue. Lo primero que debió pensar Smith fue que al menos la mitad de las 2.224 personas que iban a bordo —1.364 pasajeros más 860 miembros de la tripulación— estaba condenada a muerte por la falta de botes salvavidas. Todo lo que vino a continuación de la sentencia fue vertiginoso: a las 00.10 del ya fatídico 15 de abril de 1912, el radiotelegrafista Jack Phillips lanza el primero de muchos mensajes de auxilio y marca su posición: 41.44N 50.24W; a las 00.45 se lanza la primera bengala; a esa misma hora se arría el primer bote salvavidas; a las 01.40 se lanza el último cohete; a las 02.05 es arriado el último bote; a las 02.10 Phillips transmite los últimos mensajes; a las 02.18 empieza a fallar la energía eléctrica; a las 02.20 se hunde el barco. Habían transcurrido 160 minutos desde que el hielo arañara mortalmente al Titanic.
En los primeros instantes nadie del barco se percató del incidente. El leve cosquilleo no alteró a los pasajeros. Los caballeros que no dormían continuaban fumando y jugando a las cartas, sus esposas descansaban ya mientras la orquesta dirigida por Wallace H. Hartley seguía tocando, y lo seguiría haciendo hasta el final según relataron posteriormente algunos supervivientes. El escepticismo inicial dio paso a la histeria incontrolada y esta, a su vez, a la certidumbre de que el fin, minutos antes lejano, estaba ahora muy cerca.
El Titanic sólo llevaba 20 botes salvavidas para 1.178 personas y las leyes vigentes no le obligaban a más. Pero tampoco estos botes y la rapidez a la hora de depositarlos en el mar estuvieron a la altura que se podía esperar de la mejor obra de ingeniería naval de la Historia. El caos que se desató en los primeros momentos, lo desordenada que resultaron las tareas de evacuación y, especialmente, el pésimo funcionamiento de los pescantes donde iba sujetos los citados botes hicieron que alguno de ellos no llegara al mar y que otros no se ocuparan totalmente. Todo esto provocó que el número de personas que se embarcaron en ellos —711 personas— apenas superara el 60% de su capacidad real.
«Cuando los botes se hubieron ido, una extraña quietud se extendió por el Titanic. La excitación y la confusión habían terminado y los centenares de pasajeros que se quedaron en el barco esperaban en silencio en las cubiertas superiores. Parecían agruparse hacia dentro, alejándose lo más posible de las barandillas». Walter Lord describió así los segundos finales del barco antes de que éste se perdiera bajo las aguas en ‘La última noche del Titanic’, libro publicado en 1955 y basado en los testimonios de algunos supervivientes.
Un dato revelador de lo que pasó aquella noche en el Atlántico Norte cuando ya el barco había desaparecido nos dice que de las aproximadamente 1.500 personas que se precipitaron al océano con él, solo 13 fueron recogidas por algunos botes salvavidas, aunque en la mayoría de estos había sitio de sobra. Únicamente un bote volvió hacia atrás en busca de supervivientes, mientras que el resto de los náufragos que se salvó fue porque tuvo la fortuna de estar cerca de alguno de ellos. Según cuenta Lord en su libro, en todos los botes fue la misma historia: un tímido «¿regresamos?» de alguno de los ocupantes que era repelido con una firme negativa por parte del resto.
Cuando el radiotelegrafista Phillips lanzó su primer CQD CQD CQD de MGY MGY MGY (en aquellos años el SOS todavía no era muy utilizado. CQD era la nomenclatura que se empleaba para pedir auxilio y MGY el identificador del telégrafo del Titanic), el barco que se encontraba más cerca era el Californian, exactamente a 11 millas, 21 kilómetros. Sin embargo, no fue éste el barco que se dirigió hacia la zona del naufragio, sino el Carpathia, que se encontraba a 58 millas, unos 107 kilómetros. Por qué el Californian no fue en su ayuda es una de las grandes incógnitas de esa noche. Su capitán, Stanley Lord, dijo posteriormente que su radio echó el cierre a las 23.30 y que el radiotelegrafista se fue a la cama; y aunque es cierto que entonces no era obligatorio que las radios de los barcos estuvieran operativas las 24 horas, es impensable que no se vieran desde el Californian las bengalas lanzadas desde el Titanic, estando tan cerca los dos barcos.
Aunque no hay dos cifras iguales en relación con el Titanic —ni tan siquiera en el número de pasajeros o de tripulación— los últimos datos señalan que murieron 1.517 personas, aunque sólo se pudieron rescatar 328 cadáveres, y que el Carpathia llegó a Nueva York con los ya citados 711 supervivientes recogidos de los botes salvavidas. La muerte, claro está, no trató igual a todo el mundo: perdieron la vida 122 pasajeros con billete de primera clase, 165 de segunda, 544 de tercera y 686 miembros de la tripulación. Dicho de otra manera: se salvó el 60% de los pasajeros de primera, el 41 de segunda, el 24 de tercera y el 22 por ciento de los trabajadores del barco.
De esta brutal desigualdad no se salvaron, tampoco, ni las mujeres ni los niños: de los 29 de éstos que iban en primera y segunda clase sólo perdió la vida la pequeña Lorraine, que no quiso separarse de su madre; sin embargo de tercera perecieron 53 menores de los 76 que viajaban en el barco. Con las mujeres ocurrió algo parecido: En primera murieron 4 de las 143 que viajaban y tres de ellas porque se quedaron voluntariamente con sus maridos; en segunda murieron 15 de las 93, y de tercera, 81 de las 179 que se dirigían al Nuevo Mundo.
Uno de los supervivientes de primera clase que recogió el Carpathia fue Joseph Bruce Ismay, padre de la criatura e incluso del nombre de la misma y presidente de la White Star, propietaria del Titanic. Después de subir a uno de los botes salvavidas valiéndose de su posición cerró los ojos y se negó a ver el hundimiento de su sueño. No abrió la boca antes de ser rescatado ni lo hizo después en la travesía a Nueva York. Se encerró en un camarote y estuvo prácticamente sedado hasta llegar a puerto. Las críticas, que probablemente no fueron todo lo duras que debieron ser aunque se cebaron con su deseo de ir a toda máquina y de salvarse a toda costa, acabaron con él. Al año siguiente se jubiló de la White Star, se compró una gran propiedad en Irlanda, recluyéndose allí hasta su muerte en 1937.
La prensa no trató a los infortunados pasajeros de tercera clase mucho mejor que la naviera. Ningún medio de comunicación importante se preocupó excesivamente de su punto de vista a la hora de escribir la historia de las últimas horas del Titanic. The New York Times sólo entrevistó a dos pasajeros de esta clase dentro de las casi 60 historias que publicó tras arribar a puerto el Carpathia y hablar con los supervivientes. Dos también fueron las historias de pasajeros de entrepuente que incluyó en sus ediciones el New York Herald, que acompañaron a otras 45 de los pasajeros de primera, mayoritariamente, y segunda. La dura realidad no radicaba, exclusivamente, en el clasismo de los editores y de la propia sociedad sino en el nulo interés que los desfavorecidos despertaban entre los lectores.
Las investigaciones posteriores tampoco hicieron excesivo hincapié en el desigual número de muertos en función de la clase en la que se viajara. Los norteamericanos apenas escucharon a tres supervivientes del entrepuente, e incluso dos de ellos dijeron, en el Congreso estadounidense, que a los de tercera se les había impedido llegar a la cubierta de los botes salvavidas… pero nadie protestó excesivamente ni la prensa se hizo eco de tales declaraciones. La investigación inglesa todavía fue más sectaria: la conclusión final señalaba que no había indicios de discriminación en función de la clase en la que se viajaba, dispensando a la compañía de cualquier responsabilidad. Por si acaso, los ingleses ni tan siquiera quisieron escuchar a ningún superviviente del entrepuente.
En lo que sí se pusieron de acuerdo investigadores ingleses y norteamericanos fue en crucificar al capitán Smith, que como la mayoría de los mandos no sobrevivió al naufragio. «Pasando por alto [escribieron] todas las advertencias recibidas, el gran barco avanzaba a gran velocidad a través de un mar plagado de hielo. En la feroz competencia existente entre todas las líneas navieras prevalecía el ‘te venceré a toda costa’. Querían ofrecer el servicio de un tren expreso, que se apegara exactamente a los horarios e itinerarios fijados, aunque eso significara atravesar a toda máquina bancos de niebla, campos de hielo o flotas de barcos pesqueros. El Titanic pagó el precio más alto por esta locura».
Entre los medios de comunicación, que desde el nacimiento del Titanic se habían entregado sin disimulo a su grandiosidad, apenas hubo voces críticas a todo lo que rodeó esta tragedia. Prefirieron destacar la literatura que conllevaba —el barco más grande y lujoso de la Historia que se hunde en su viaje inaugural repleto de ricos y famosos tras chocar con un iceberg— que arremeter contra la prepotencia de la naviera, los delirios de grandeza, la ambición desmesurada, el clasismo repugnante, la descarada elección de quién debía salvarse primero… Sólo el escritor Joseph Conrad, autor de ‘El corazón de las tinieblas’, criticó violentamente, en dos escritos demoledores, todos los desmanes que esta tragedia dejó al descubierto.
Sea como fuere, no hay otro naufragio en la Historia que haya logrado mantenerse a flote 100 años aunque su vida sobre el mar apenas durara cuatro días, 17 horas y 30 minutos aproximadamente. La leyenda del Titanic ha podido con todo, especialmente con el olvido. Y aunque el océano se tragara los delirios de grandeza de una época que tocaba a su fin, la ambición desmedida de una compañía que tenía que haber puesto más botes salvavidas o vendido menos pasajes, las cuentas corrientes que todo salvo la vida podían comprar y los sueños de aquellos que anhelaban alcanzar el Nuevo Mundo en busca de un futuro mejor… Aunque nadie duda de que el océano engullera todo esto y mucho más, lo único cierto es que el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando.
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