Morir a 8.000

Recuerdo que pasé mucho miedo. No estaba a 8.000, pero sí, tal vez, a 5.700. Habíamos descendido del campo de altura donde habíamos pasado la noche, a unos 6.000 metros, para atacar la cumbre del Mera Peak nepalí y, por razones difíciles de descifrar, supongamos que por despiste, me perdí.Había guías y compañeros delante; guías y compañeros detrás, pero en aquel momento, casi de repente, me encontré solo.

Por @afermoselle. Copyright.2013

…, cuando percibí esa soledad tan particular que solo se da en altura, y que crece cuando el escenario es el Himalaya, al principio no me preocupé en exceso: a fin de cuentas, hacía una mañana soleada y fría, y preciosa.

Apreté el ritmo para coger a los de delante; había que subir en zig-zag por un camino difícilmente transitable y muy exigente; por suerte, sabía que acababa en una planicie bastante larga. Después de hora y media subiendo, pensando que seguro que la expedición me esperaría arriba, alcancé la cima; cuando la pisé, me abrumé: allí no estaban. No había nadie, no había nada, al menos nada vivo; se perdía la vista hacia delante sin la menor novedad humana o animal.

Entonces, elevando la mirada, la vi. Sí, sin duda era un tormenta. Una grande, de hecho, que parecía hacer los 100 metros lisos, a juzgar por la velocidad a la que se movían las nubes negras que la traían.

En cuestión de minutos la situación se había complicado ferozmente. Ahora estaba solo, con bastante frío y… cada vez con menor visibilidad. Unos minutos después la larga planicie que ya recorría se convirtió en los dos metros de delante.  Más no se veía.

Anduve mucho rato. Una hora, tal vez dos. Quizá tres. En mi estado, era complicado valorar el tiempo. Mi camel back se estaba quedando sin agua; mi ropa aguantaba la agresión del temporal, pero sabía que debía encontrar algo, o a alguien, antes de que oscureciera.

La mera idea de pasar la noche por allí, en aquel mundo gigante, tan grande que uno se sentía ciertamente insignificante, y hacerlo sin tienda ni saco ni comida ni agua, me congelaba más que el frío que estaba pasando. Pero menos, mucho menos, que el miedo que se iba apoderando de mí.

En algún momento pensé, supongo que en parte debido a lo alterado que estaba, pero también por efecto de la altura, que no te deja pensar bien, que si no me encontraban, que si no les encontraba, de algo me moriría esa misma noche. De frío, pensé; deshidratado, me corregí. De puro miedo, me dije, por último, casi temblando.

Así que era un cuarentón con varios treks comprometidos, y salvados, y con tres hijas esperándome en Madrid, por lo que nada grave podía ocurrir. Pero, como dicen los americanos, «shit happens». Sí, las tragedias ocurren, y más a varios miles de metros por encima de la plácida playa atlántica en la que me esperaba mi familia.

Unas cuatro horas después reconocerme solo, y perdido, ya no se veía nada. La planicie había desaparecido detrás de mí. Y, peor, la senda que pisaba ahora se había transformado en varios caminos.

Por el que yo caminaba, rapidísimo gracias a la adrenalina más que a mis fuerzas, se convirtió, de repente, en aéreo. Un paso hacia la derecha, y nadie me encontraría en semanas. Reduje la velocidad y me concentré en seguir paso a paso.

Confieso que caminaba y lagrimeaba a la vez. Quizá no era llanto, pero las lágrimas salían alborotadas de mis cuencas sin que pudiera evitarlo, y me mojaban el rostro helado.

Miré el reloj. No quedarían más que dos horas de luz, quizá menos. La niebla era tan espesa que apenas veía el sendero, que se cruzaba con otros. Me daba igual elegir uno u otro: ni idea de adónde llevaban.

Me aterrorizaba pensar: ¿y si este no lleva a ningún lado? ¿Y si concluye en un precipicio? Pero me tranquilizaba razonando que un camino no se forma si no tiene un objetivo. O eso suponía.

Entonces, apareció, para mi mayúscula sorpresa y mayor felicidad, un perro que se había incorporado a la expedición días atrás, siguiendo el rastro de la comida que le daban los sherpas.

Es difícil trasladar lo feliz que me sentí al verlo. Al menos, en medio de aquella naturaleza muerta, él estaba vivo. Y yo, de momento, también.

Cada vez que surgía un cruce de caminos, y ocurría mucho, le dejaba elegir a él. «Por donde tú digas, amigo», le decía, esperando que él conociera la zona.

Ya no me quedaba agua. Ni rastro de los frutos secos que ya había consumido. Y, ahora sí, estaba anocheciendo.

Quizá había pasado cinco o seis horas perdido a más de 5.000 metroscuando, a lo lejos, alguien, quizá el Viejo de Ahí Arriba, como lo llama Mo Yan, creó en medio de la niebla una especie de túnel por el que pude vislumbrar, muy a lo lejos, a un humano con un yak. Empecé a pegar saltos con unas fuerzas que no sabía que tenía y, a toda velocidad, sin perder la concentración, me fui a por él, inundado de felicidad.

Cuando lo alcancé, me miró como si hiciera años que no veía a otra persona, y menos a un occidental. Le abracé, con mi mejor sonrisa, y le dije en inglés: «Yo contigo. Donde vayas, voy. ¿A Tibet? Vale, vamos; ¿A Lukla? Vale, vamos. Yo contigo». El hombre no entendía nada, y parecía no creerse lo que estaba viviendo. Me miró, amable y asombrado.

En algún momento pensé que igual era un discípulo que pretendía iluminarse en soledad, y le había fastidiado el plan. La verdad, no me importó. Solo sabía que estaba salvado.

No tuvo tanta suerte Juanjo GarraUn error a 6.000 puede tener solución; una fatalidad dos mil metros más arriba, no. A pesar de su inaudito esfuerzo por aguantar; a pesar de la humanidad, pericia y generosidad de sus rescatadores. Las montañas son muy peligrosas. O, más certeramente, los humanos somos muy peligrosos en las montañas.

Puedo imaginar la angustia, la tristeza, el dolor, del alpinista que iba a abandonar el mundo de los vivos, y seguramente lo sabía, desde el comienzo de aquellos durísimos cuatro días. Con Keshab, su sherpa; con su móvil vía satélite, y con su compañera en España.

Se cumplen 60 años de la proeza de Tenzing Norgay y Sir Edmund Hillary. Todavía asombra. También la de Mallory e Irvine, en ¡1924! Ellos ni siquiera sabían si era posible. Ni si habría camino de vuelta.

Solo con personas así, que arriesgan su vida por llevar los límites de la capacidad humana un poco más lejos, progresa la Humanidad.

Juanjo Garra, notable himalayista con ocho de los 14 ochomiles hollados, extendió sus propios límites al máximo, vivió con intensidad y perdió la batalla de la vida haciendo lo que verdaderamente conseguía que su condición de humano se elevara.

Poco antes de que fuera al K2, le pregunté a Juanito Oyarzábal por qué iba, si ya tenía todos los récords, si era el hombre que más ochomiles había subido del mundo.

Sonrió, un tanto abrumado, pensativo por un instante.  «¿Y qué voy a hacer? No sé hacer otra cosa, y además esa es mi vida. De todos modos ya lo sé, por supuesto que lo sé: algún día, me quedaré por allí».

Tal vez. Cuando llegue el momento. Y si es así, Juanito se encontrará con Juanjo, que estará ya hollando los infinitos ochomiles que abarrotan el paraíso, para su felicidad y la nuestra.

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