La respuesta española a las últimas provocaciones de Gibraltar, si no se corrige bien y pronto, debilitará aún más a España. Las amenazas, cuando se quedan en pura retórica o no están apoyadas en la capacidad para responder a las respuestas del adversario, siempre son contraproducentes y la historia, el derecho, la política y la economía condicionan y limitan el margen de maniobra del Gobierno español.
Por Felipe SAHAGUN. Copyright.2013
Los últimos desencuentros deberían aprovecharse para sentar las bases de una solución definitiva del conflicto, coincidiendo con el 300 aniversario del tratado hispano-británico de Utrecht.
Nada mejor que la firma de un nuevo tratado bilateral hispano-británico en el palacio de Oriente de Madrid, con los 15 miembros de la asamblea gibraltareña y los dirigentes de la ONU, de la OTAN y de la UE como invitados de honor, para poner fin a la última colonia en el continente europeo.
En los últimos 1.300 años Gibraltar ha estado bajo control moro o árabe durante 727 (de 711 a 1462, salvo 24 años a comienzos del siglo XIV), bajo control británico durante 299 (desde 1704) y bajo control español durante 266 (de 1462 a 1704 y de 1309 a 1333).
La historia, por lo tanto, no favorece a España para reclamar la soberanía sobre el Peñón, aunque siempre se podrá argumentar que hasta el siglo XVIII Gibraltar fue un penal-pedregal inhóspito, prácticamente deshabitado, del que nadie se preocupó para nada.
Con casi el doble de renta por habitante que España, un presupuesto de 500 millones de euros anuales con superávit y cinco fuentes de ingresos relativamente estables –servicios, turismo, actividad portuaria, gasolineras flotantes y subvención del ministerio británico de Defensa-, el porcentaje de gibraltareños dispuestos a cambiar su privilegiado estatuto por una incierta relación nueva con España es, seguramente, igual o inferior al 0,3% (44 de más de 12.000) que votó a favor de la reintegración en España en el referéndum del 10 de septiembre de 1967.
Aunque su función haya cambiado sustancialmente en la posguerra fría, la base militar del Peñón sigue teniendo un gran valor estratégico para el control del espacio aeronaval que separa el Atlántico del Mediterráneo y a Europa de África. Ni el Reino Unido ni la OTAN ni los EEUU se sentirían más seguros con el control español de ambos lados del estrecho, en solitario o en comandita con Marruecos.
En la batalla jurídica España tiene igual o menos fuerza que en la histórica, pues las cartas legales están tan marcadas y los debates tan definidos desde los años 60 que sería de ilusos esperar milagros.
Las opciones menos malas
Ante estas murallas, las opciones menos malas son recuperar un diálogo eficaz con el Reino Unido, abrir al máximo la frontera común y controlar mucho mejor la legalidad del movimiento de personas, servicios y mercancías entre Gibraltar y España. Sin voces y sin amenazas, con firmeza y desde la unidad de todos los partidos.
Ninguna organización internacional dará prioridad en el segundo decenio del siglo XXI a los principios de integridad territorial y de reversibilidad que España defiende para Gibraltar. Se trata de una interpretación literal del Tratado de Paz y Amistad entre Gran Bretaña y España de 1713 sobre los principios y las condiciones de autodeterminación y descolonización recogidos en las resoluciones 1514 (1960), 2070 (1965), 2231 (1966), 2353 (1967) y 2429 (1968) de la Asamblea General de la ONU.
Entre esas dos posiciones, la más sensata es la elegida por el Gobierno de UCD, con Marcelino Oreja en Exteriores, que desembocó en el Acuerdo de Lisboa de 1980, y que continuaron los Gobiernos de Felipe González, con Fernando Morán de ministro, en la Declaración de Bruselas de 1984 y con Fernández Ordóñez en el acuerdo sobre el aeropuerto de 1987.
Diplomacia aznarista
Sin esa base, hubiera sido imposible el borrador de cosoberanía pactado por Aznar-Piqué con Blair-Straw en 2002, que nunca entró en vigor. Aunque el apoyo a Bush-Blair en la invasión de Irak fue un error, es improbable que Blair hubiese llegado tan lejos como llegó en el camino de la cosoberanía si Aznar no se hubiera ganado de aquella manera la confianza de Londres y de Washington tras el 11-S. El precio interno por su osadía todavía lo estamos pagando.
Por qué no se cerró aquel preacuerdo, que habría puesto fin a la disputa sobre la última colonia en territorio europeo, el segundo con mayor densidad demográfica de Europa y el cuarto del mundo. Es una de las sombras más importantes de la diplomacia aznarista que nadie ha querido o sabido aclarar.
Los dirigentes gibraltareños se atribuyen el mérito por el aplastante no del referéndum de noviembre de 2002, pero la conexión del referéndum con el acuerdo de cosoberanía es un puro desiderátum, dado que el texto sigue siendo secreto.
Tanto o más que por el referéndum, siempre fácil de instrumentar en Londres por los numerosos dirigentes, civiles y militares, opuestos a dejar Gibraltar, es probable que Aznar se asustara por las cláusulas militares(tan favorables a Londres) incluidas en el acuerdo y, sobre todo, por el contagio inmediato que la solución de Gibraltar habría tenido en las reclamaciones marroquíes de Ceuta y Melilla, y en las de los separatistas catalanes y vascos.
Las negociaciones de Zapatero
La ruptura del consenso sobre Gibraltar cuando José Luis Rodríguez Zapatero<, con Miguel Ángel Moratinos de ministro, aceptó en 2006 a Gibraltar en las negociaciones como parte separada de la delegación británica en el llamado foro tripartito establecido por el acuerdo de Córdoba debilitó la posición español. Y el intento unilateral del Gobierno de Rajoy de volver al marco anterior la ha debilitado aún más.
Las continuas escaramuzas contra los pesqueros españoles en los últimos dos años, que han desembocado en el sembrado de bloques de hormigón en aguas gibraltareñas (para ellos) o españolas (para Madrid), pueden verse como una continuación de la diplomacia por otros medios cuando la diplomacia dejó de funcionar.
Es incuestionable que, con su decisión, Zapatero y Moratinos cedieron sin contrapartidas de calado a una exigencia fundamental de los dirigentes gibraltareños desde los tiempos de Joe Bossano, en los 80, como ministro principal: representación propia en las negociaciones.
De poco sirvieron las explicaciones de Zapatero y Moratinos de que, en el tripartito, tal como se diseñó, no se incluían las cuestiones de soberanía. Para la derecha española, con razón o sin ella, se había cruzado una «línea roja» y se había cometido poco menos que un delito de lesa patria.
En realidad, desde que Ana Palacio, en plena crisis de Perejil, se hizo cargo de Exteriores, en julio de 2002, no ha habido diálogo alguno sobre soberanía, ni en un marco bilateral (2002-2006) ni en el tripartito desde 2006 a 2012.
Con amenazas, represalias en la frontera o impuestos a algunas de las 80.000 sociedades registradas en Gibraltar difícilmente se va a recuperar a partir de ahora el proceso donde lo dejó Aznar, que debería ser el objetivo de todos.
Si por miedo y debilidad España, entonces bajo la dictadura franquista, rechazó en 1967, como propuso Gran Bretaña, recurrir a la Corte Internacional de La Haya (CIJ) para que decidiera la soberanía sobre la ciudad, el istmo y la bahía, y sobre el uso del espacio aéreo español, nada permite albergar esperanzas de que, en pleno siglo XXI, el resultado de un recurso parecido pudiera ser más favorable.
Olvidarse de la CIJ y volver a la Asamblea General supondría una marcha atrás en el camino recorrido con tanto esfuerzo por nuestros mejores diplomáticos durante medio siglo. No tendría sentido y no cabría esperar otra cosa que una transcripción de las resoluciones de los 60 invitando por enésima vez a Gran Bretaña a descolonizar respetando los derechos e intereses de los gibraltareños, y a España y a Gran Bretaña a negociar la descolonización sin menoscabo de esos derechos.
Es absurdo lamentar que las resoluciones de la ONU no son de obligado cumplimiento. Fuera de la Asamblea el camino de la ONU está bloqueado por el veto británico en el Consejo de Seguridad. Sólo queda, pues, recuperar el proceso de Lisboa-Bruselas-Córdoba con las matizaciones, correcciones y mejoras necesarias.
Esta estrategia, en la que deberían estar unidos todos los partidos, no puede ser incompatible con la aplicación estricta de la ley y con una coordinación mucho más rigurosa de todas las actividades en la zona con la Unión Europea.
Ignorar o permitir -como han hecho, hasta muy recientemente, los sucesivos gobiernos españoles y británicos y la UE- el paraíso fiscal gibraltareño, no es la mejor carta de presentación de quienes exigen ahora con amenazas el cumplimiento de la ley, pero más vale tarde que nunca.
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