Visitar los campos radiactivos de Chernobyl? ¿Dormir en una cárcel soviética con gritos, amenazas y algún porrazo? Sí, es el nuevo sector en alza: el turismo negro
L’Hotel Pripyat exhibe muy buenas críticas en TripAdvisor. Es valorado como excelente. Se trata de un barracón prefabricado en el que se comparte retrete, la decoración es modestamente soviética y se respira un vago aroma a orina y cloro en todas las dependencias. ¿Qué más se puede pedir? A juicio de la clientela, a las ventajas del alojamiento se une el hecho de que el Pripyat goza de una ubicación perfecta y una tranquilidad garantizada. Indudablemente, se trata de un establecimiento muy apreciado por cierto tipo de turistas. Es el mejor hotel deChernobyl. También es el único hotel de Chernobyl. Entre sus atractivos adicionales destaca la prohibición de abrir las ventanas, por el asunto de la radiactividad. ¿Se les ocurre un mejor plan para un fin de semana?
Estas cosas están de moda. Hay gente que se gasta un buen dinero para acercarse al reactor que sufrió el peor accidente nuclear de la historia, equivalente a la explosión de más de mil bombas atómicas como la de Hiroshima, y echarse, siempre es una opción, un selfie graciosete. No se permite estar ahí, a la intemperie radiactiva, más de diez minutos, pero ese ratito sobra para cumplir con la heroicidad y vivir la intensa experiencia que luego se contará al cuñado.
La gente del PAPEL me pidió un articulillo sobre el fenómeno del turismo negro, o el turismo macabro, o el turismo de la desolación (la industria aún no ha consensuado un nombre para esta actividad en alza) y he dedicado meses a reflexionar sobre ello. Sí, amigos, no estaba perdiendo el tiempo, como creen mis jefes, sino reflexionando. Y he llegado a la conclusión de que este turismo que busca tragedias y desastres no tiene nada de nuevo. Lo relativamente nuevo sería lo otro, lo de la foto haciendo el capullo ante la torre inclinada de Pisa.
Permitan que me explique. La palabra turismo viene del Grand Tour que hacia finales del siglo XVI empezaron a realizar los jóvenes aristócratas británicos. Querían, antes de dedicarse a ejercer su trabajo como terratenientes o tiburones de las finanzas, conocer de primera mano el arte renacentista italiano, la belleza de París, las ruinas de Pompeya, la luz mediterránea y, en general, los faros de la cultura de Occidente. Con el tiempo se sumaron al rito del Grand Tour los nobles de otros países europeos, aunque no los españoles, que lo tuvieron prohibido hasta bien entrado el siglo XVIII: Felipe II consideró que eso de andar por ahí descubriendo cosas ajenas no podía ser bueno para la salud moral de la mejor juventud española. Cosas que pasan.
No se crean que el Grand Tour consistía en galoparse tres países en una mañana, comprar cuatro souvenirs cutres y cenar bazofia carísima en un mesón típico. El viaje duraba meses, el souvenir consistía en un cuadro de Canaletto (no una lámina: el cuadro) o una estatua griega y en lugar de visitar una casa-museo se visitaba la casa con el inquilino original. Mientras vivió en Ginebra, Voltaire tuvo a bien recibir en su domicilio a los jóvenes participantes en el Grand Tour.
Antes de eso, sin embargo, ya existía el turismo. Se llamaba peregrinación. Lo inauguró Elena, la madre del emperador Constantino, con su célebre viaje a Jerusalén en el siglo V. La ruta de Elena no ha dejado de practicarse y sigue manteniendo un gran éxito. Consiste en pasear por los lugares donde un hombre fue torturado y crucificado; los más esforzados reviven el via crucis con la mayor fidelidad posible, se ponen una corona de espinas y cargan con una cruz de tamaño variable: cuanto más grande, más caro es el alquiler y más realista es la experiencia. Las comitivas de fieles mexicanos suelen ser emocionantes y a la vez amenas, porque los acompañantes jalean al Nazareno con gritos de «ándele, ándele» e imprecaciones muy graciosas.
Morbo trágico. Eso, se mire como se mire, es turismo negro. Su impacto espiritual puede compararse al que experimentan los visitantes de Auschwitz. El morbo de la tragedia siempre ha interesado a la gente, sea en forma de cadáveres carbonizados en Pompeya, en forma de osario (pocos van a la basílica parisina de Saint Denis a contemplar arcos de media punta: lo atractivo son los huesos de los reyes), en forma de altar maya para los sacrificios humanos o en forma de ruina, mejor cuando causada por una pavorosa erupción volcánica o un terremoto.
No cabe extrañarse, pues, de que la industria turística moderna haga lo posible por ampliar las opciones disponibles. ¿Quiere usted sentir un poco de lo que fue el genocidio ruandés? Ningún problema, en Ruanda se han dispuesto lugares para ello, con restos humanos y ropas ensangrentadas, todo original y auténtico.¿Quiere sentir lo mal que lo pasaban los presos en las cárceles soviéticas?Adelante, el antiguo penal de Karosta, en Letonia, ofrece una pernoctación con todo incluido: gritos, amenazas, humedad y tal vez, propina mediante, algún buen porrazo. ¿La cárcel de Mandela? ¿Alcatraz? ¿El túnel gracias al que sobrevivía la Sarajevo sitiada? ¿Los restos del gran tsunami asiático de 2004? Todo está a nuestro alcance.
Es muy posible que haya aún grandes ámbitos por explorar y explotar en el género del turismo negro. En la época de la inmediatez, lo suyo debería consistir en poder contemplar las tragedias en vivo y en directo, con todo el vigor de las experiencias auténticas. Ya se da algún caso. Hace pocos años, durante la primavera de 2011,la plaza Tahrir de El Cairo se convirtió en el foco de lo que entonces se llamaba revoluciones árabes. El presidente Hosni Mubarak ya había caído y el islamismo se había adueñado de la plaza. Les aseguro que el lugar era poco recomendable. Una mañana especialmente crispada (batalla campal, intervención de la policía, disparos, más batalla campal, etcétera) encontré, por los aledaños de Tahrir, a una joven parejita madrileña. Sonreían casi extasiados ante el espectáculo: creían tener la historia ante sus ojos. «Hemos venido a ver cómo es una revolución», me dijeron. No volví a saber de ellos. Algún susto debieron acabar llevándose, supongo. Pero esos dos chavales eran pioneros del siguiente escalón del turismo: no espere a que los rescoldos se enfríen, contemple las calamidades humanas con sus propios ojos y mientras se desarrollan.
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