Dentro del Congreso y no rodeándolo, Podemos encabeza un cambio de estética y de sentimentalismo en una legislatura que se antoja breve
Las Cámaras que se han constituido esta mañana ya están listas para disolverse. Y no por introducir un argumento agorero, sino por la provisionalidad con que arranca la legislatura a cuenta de las líneas rojas, de los dogmas y del lenguaje de campaña electoral.
Pablo Iglesias lo demostró más que ninguno identificando el perímetro del búnker —PP, PSOE y Ciudadanos— y señalando que Pedro Sánchez había engañado a los electores con tal de adjudicar a Patxi López la presidencia del Congreso, prestándose a los resabios del antiguo régimen.
Establecía así una actitud refractaria a la ensoñación con que el líder socialista se imagina a sí mismo en La Moncloa. Como se imagina a sí mismo Rajoy, ensimismado con la cintura de Albert Rivera, pero al mismo tiempo consciente de la hipótesis corpulenta de unas elecciones anticipadas.
Por esa misma razón, producía hasta ternura el asombro y la ilusión con que tomaron asiento sus señorías. Especialmente las nuevas. Que eran el 62%, en términos estadísticos. Aspiran a acomodarse cuatro años, pero la aversión de Iglesias a Sánchez y la aversión de Sánchez a Rajoy sobrentienden que esta legislatura del cambio tanto puede malograrse en cuatro meses como en hacerlo en cuatro semanas.
Y no será por ausencia de augurios simbólicos. Ninguno tan premeditado ni mesiánico como el del niño de Carolina Bescansa, expuesto en la Cámara Baja como una reivindicación pedagógica de la conciliación y del dadaísmo.
Dadaísmo en sentido estricto, pues resulta que esta variante del surrealismo adopta su nombre del balbuceo de un bebé, «da, da». Y «da, da» parecían decirle Iglesias y Errejón a la criatura cuando lo mecían en el hemiciclo mientras confesaban su estupefacción los viejos cronistas parlamentarios
Tan viejos que uno de ellos se reconocía impotente y resignado en el trance de la catarsis inaugural, abrumado por la heterogeneidad y ocurrencias del Parlamento: «No conocemos a nadie y nadie nos conoce a nosotros».
Tiene escrito Kundera que el éxtasis de la demagogia consiste en la imagen de un político alzando a un niño en brazos, pero esta reflexión no contemplaba la eventualidad de un político alzando al niño propio o al propio niño, como hizo Bescansaenfatizando el sentimentalismo de Podemos.
Sentimentalismo porque muchos manifestantes que rodearon el Congreso hace un año y medio han terminado sentándose en él. Razón suficiente para exponer sus emociones. Las privadas, como el abrazo de Iglesias y Tania Sánchez. Y las no privadas, toda vez que el trance del juramento del escaño incorporó una coletilla reivindicativa. Que si la igualdad. Que si la justicia. Que si la fraternidad de los pueblos. Y que si el puño en alto, como hizo Pablo Iglesias mismo evocando sin ambages el ardor callejero.
Estaba de espectador Juan Carlos Monedero, arriba, en el gallinero, compartiendo no tanto una jornada constituyente como una jornada de puertas abiertas. Más que señorías de uniforme, muchos diputados parecían transeúntes, visitadores, otorgando así a la Cámara un aspecto heterogéneo, provisional, favorecido por el criterio aleatorio de la asignación de asientos.
La aversión de Iglesias a Sánchez y la aversión de Sánchez a Rajoy sobrentienden que esta legislatura del cambio tanto puede malograrse en cuatro meses como en hacerlo en cuatro semanas
Y no todos dispusieron de él en un principio. Es más, la legislatura del cambio comenzó con un embarazoso malentendido. «Los diputados de ERC no tienen sitio en el Parlamento», proclamó la presidenta en funciones.
Se trataba de un problema logístico, de un contratiempo organizativo, pero la declaración adquirió un valor metafórico. Con más razón cuando los propios diputados de Esquerra Republicana declaran haberse incorporado a un Parlamento extranjero del que esperan desconectarse. Y del que, de momento, viven, pues no han renunciado ni al acta ni a los emolumentos. Ni tampoco lo ha hechoel diputado Gómez de la Serna, cuya condición de apestado entre sus colegas no le impidió acomodarse en la zona conservadora del hemiciclo. Muy fácil de reconocer por las corbatas de Hermès y por el terciopelo cardenalicio que lucía Soraya Sáenz de Santamaría, acaso haciendo las cuentas con la fecha de las elecciones anticipadas.
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