Esta es la historia de una tragedia que no llegó a ocurrir. La de una catástrofe nuclear que quedó milagrosamente reducida al relato folclórico de una pedanía almeriense digna de la filmografía más costumbrista. Aquel delirante guión lo escribió el destino a su paso por Palomares hace exactamente 50 años, el 17 de enero de 1966. Esa mañana, soleada y fría, un bombardero estadounidense B-52 cargado con cuatro bombas termonucleares colisionó con un avión cisterna durante una operación de reabastecimiento. Cada una de las bombas tenía una potencia de 1,5 megatones y una capacidad de destrucción 300 veces superior a Little Boy, la bomba lanzada sobre Hiroshima en 1945.
A las 10 y 22 minutos de la mañana, los agricultores de la zona escucharon unaexplosión seguida de unos destellos en el cielo despejado. Algunos se preguntaron, entre estremecidos y curiosos, qué es lo que acababan de presenciar mientras perseguían con la mirada a los zigzagueantes paracaidistas que lograronsobrevivir al accidente. Enseguida la enorme nube de humo proyectada desde el suelo, tan parecida a una quema de rastrojos, les desvolvió a la rutina. «Todo era tan descabelladamente irreal que la gente no podía sino refugiarse en la realidad cotidiana», cuenta el californiano Tito del Amo (Los Ángeles, 1940), autor de algunas de las fotografías que ilustran estas páginas. «El folclore salvó a los españoles del calvario».
La Casa Blanca tardó 24 horas en declarar el código Broken Arrow (Flecha Rota), un protocolo de intervención ante posibles desastres nucleares. La misión consistía en un operativo militar que permitiera recuperar rápidamente las bombas y comunicar a las autoridades españolas la amenaza. Sin embargo, Angier Duke, entonces embajador de Estados Unidos en España, recibió órdenes expresas del Régimen de Franco de no informar de lo sucedido. La Administración Johnson obedeció sin sospechar que el operativo terminaría alargándose más de lo esperado. Porque de las cuatro bombas del B-52, tres cayeron en tierra (dos de las cuales sufrieron una explosión parcial del detonador) y otra, aparentemente inmune a los radares, fue a parar al mar.
A diferencia de la prensa nacional, controlada tentacularmente por el entonces ministro Manuel Fraga, las agencias extranjeras decidieron saltarse el cordón de la censura y enviaron a Palomares a sus corresponsales. Es el caso del periodistaAndré del Amo, hermano de Tito, que viajó desde Madrid con su cámara de fotos y una grabadora. Los militares desplegados en la zona rehusaban hacer cualquier declaración, pero André terminó mediando como traductor durante una caótica conversación entre norteamericanos y españoles. En un momento dado escuchó de boca de un militar incauto la palabra que al día siguiente coparía la portada del New York Times: radiactividad.
Las fotografías de André del Amo acentúan el contraste entre la España rural de los años 60 y la que sigue siendo primera potencia militar y económica del mundo. Los restos desperdigados de fuselaje convocaron a guardia civiles en mangas de camisa y a miembros de las fuerzas armadas estadounidenses embutidos en sofisticados trajes NBQ. Los niveles de radiactividad se dispararon en varios kilómetros a la redonda, lo que no impidió que una recolectora de tomate posara en actitud coqueta junto a uno de los aviones siniestrados o que una pandilla de niños recibiera en improvisada formación la llegada de un coronel norteamericano. La estampa no puede ser más berlanguiana.
Las fotos más conocidas, por su relevancia y difusión, no las hizo André sino su hermano Tito, que hoy regenta uno de los chiringuitos con más solera de la zona: el Tito’s Beach Bar de Mojácar. Hasta allí había llegado el mayor de los hermanos Del Amo semanas antes del accidente atraído por el magnetismo festivo que entonces emanaba de la vecina localidad almeriense. «Cuando todos los corresponsales se habían ido de Palomares, las agencias United y Associated Press me contactaron a través de mi hermano para que hiciera el seguimiento de la cuarta bomba, que continuaba sin aparecer». Le pagaban 500 pesetas al día y durante los dos meses que tardaron en encontrar la bomba mandó un carrete semanal a la redacción madrileña.
Con su cámara Nikon y un Seiscientos de alquiler, Tito del Amo peinaba cada día los alrededores y playas de Palomares. «Ya antes de que chocaran los aviones me había enamorado de Mojácar, pero aquella aventura absolutamente surrealista tuvo mucho que ver en mi posterior decisión de buscarme un trabajo comojardinero y echar raíces en esta tierra». Han pasado cinco décadas y Tito sigue admirándose del carácter campechano y vitalista de los almerienses. «La reacción espontánea, natural y totalmente desacomplejada de la gente frente a lo que en otros lugares del mundo habría provocado una alarma social me conmovió profundamente. Fue una lección que nunca olvidaré».
De aquellos días extraños, yendo y viniendo en su Seiscientos, guarda una colección de anécdotas que darían para un bestiario. «Recuerdo, por ejemplo, que Roberto Puig, un arquitecto muy famoso en aquella época, se adentró una noche en la zona vigilada por los militares. Se jugó el tipo para hacerse con un trozo de ala del B-52, que durante 20 años exhibió orgulloso en la entrada del Hotel Mojácar». Lo que para algunos habría sido un tótem grotesco a la barbarie nuclear, en Mojácar se celebraba como un monumento al turismo. Que era la principal preocupación de Franco. «No justifico el hermetismo informativo, pero entiendo que el Régimen temiera la difusión de la noticia por cuanto ponía en serio riesgo su principal fuente de ingresos».
Se cuenta entre los lugareños que la famosa foto de Fraga en Meyba saliendo campante de las aguas del Mediterráneo no se hizo en la playa de Quitapellejos de Palomares, sino frente al Parador de Mojácar. «Aquel día tuve que viajar a Madrid para arreglar unos papeles, así que no puedo confirmar ni desmentir nada», reconoce. «Pero siempre se ha rumoreado que hubo dos sesiones de fotos, una en Palomares y otra en Mojácar, lo que no deja de ser un sinsentido pues todos los análisis de radiactividad que se hicieron en el agua demostraban que la sesión de fotos no entrañaba el más mínimo peligro».
El fotógrafo en el helicóptero
De lo que sí puede hablar con absoluto conocimiento de causa es de lo que vio desde el aire el día en que un sargento estadounidense le invitó a subir a un helicóptero para sobrevolar el lugar del accidente. «Aquella mañana dejé en casa el teleobjetivo que usaba para fotografiar a 400 metros de distancia y me llevé mi vieja Hasselblad». Fue la primera vez que sintió miedo. «Nunca había hecho fotografías desde la puerta abierta de un helicóptero». Fueron cinco minutosintensos que plasmó en un carrete de 12 fotografías en blanco y negro que dieron la vuelta al mundo en las portadas del International Herald Tribune y el Daily Mail: decenas de barriles, hombres de blanco y una carretera perfectamente asfaltada que lleva a un carguero en la playa, rodeado de buques.
Según Tito, el Ejército llevó a cabo las labores de recogida y limpieza de los restos nucleares en un alarde de profesionalidad. «En pocos días montaron un tendido telefónico privado entre Palomares y Vera, instalaron también unas cajitas conmedidores de radiactividad por todas partes, muchas de las cuales siguen hoy en pie, y cada noche los militares corregían las imperfecciones de la carretera para evitar el más mínimo temblor de los buldóceres». Sin embargo, el ingente dispositivo de búsqueda para encontrar la cuarta bomba (nada menos que 34 buques y cuatro minisubmarinos sumergibles) no habría servido de nada sin la ayuda de un pescador murciano.
La mañana del 17 de enero de 1966, Francisco Simó Orts, en adelante conocido como Paco el de la bomba, había salido a pescar camarones cuando de pronto vio caer un proyectil en el agua. «Al volver a tierra se enteró de lo sucedido y se ofreció para ayudar a recuperar el artefacto. Pero nadie le hizo caso». Nueve semanas más tarde, un coronel del Ejército llamó a la puerta de su casa en la localidad de Águilas. «Paco -dijo el militar con previsible acento-, ¿dónde dices que cayó la bomba?». Al día siguiente, y después de 80 agotadoras jornadas de búsqueda, la bomba apareció a cinco millas de la costa y 869 metros de profundidad. Para Tito aquel fue «un ejemplo más de humor castizo».
Aunque no todo es para reírse en lo que concierne al caso Palomares, donde los niveles de radiactividad siguen siendo anormalmente altos y las tierras contaminadas por los residuos tardarán varios miles de años en recuperarse. Un sinfín de trabas burocráticas (no todas ajenas a la especulación inmobiliaria) ha impedido que se tomen medidas medioambientales serias. No fue hasta hace unas semanas que los gobiernos de EEUUy España firmaron una declaración de intenciones para limpiar definitivamente la zona. ¿Por qué se ha esperado tanto? Tito lo tiene claro. «El acuerdo convertirá el aeródromo sevillano de Morón de la Frontera en la principal base del Mando de los EEUU para África».
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