Pedro Sánchez remitió ayer a los partidos con los que ha establecido una vía de diálogo un documento que, bajo el título Programa para un gobierno progresista y reformista, marca el terreno de juego para un posible pacto de Gobierno. El PSOE no envió el papel ni al PP ni a los grupos independentistas, lo que sitúa en el mismo plano al partido que ha ganado las elecciones y a las organizaciones minoritarias que propugnan vulnerar la Constitución.
El gesto demuestra cierta torpeza. No se puede llamar al diálogo a Rajoy al mismo tiempo que ni siquiera se tiene la deferencia con él de mostrarle las cartas con las que el líder del PSOE piensa jugar esta complicada partida. Naturalmente, Pedro Sánchez busca situar a su partido, como diría Pablo Iglesias, en el centro del tablero, pero el postureo en esta fase de la negociación debe tener ciertos límites. Aunque sólo sea desde el punto de vista estético. Tanto por su respaldo ciudadano, como por su defensa de los valores constitucionales, el PP no es lo mismo que ERC o que Bildu.
Ya sabemos que la reunión que mantendrán Sánchez y Rajoy será un diálogo de sordos, pero si el secretario general del PSOE quiere gobernar tendrá que contar con la abstención del PP y, para lograrlo, lo que está haciendo es, cuando menos, contraproducente. Sólo se entendería ese veto al PP si Sánchez hubiera optado ya claramente por una alianza con Podemos, lo que dejaría a Ciudadanos en la oposición y convertiría en irrelevante la postura del partido conservador.
Sin embargo, si uno analiza con detenimiento los 53 folios del documento puede observarse que está diseñado pensando en un acuerdo con Ciudadanos.
El Programa para un gobierno progresista y reformista es un recetario lo suficientemente abierto como para no provocar rechazo. Propone la derogación de la Reforma laboral, pero sin concretar; anuncia la anulación de la Lomce, pero deja el contenido de la reforma educativa al albur de un gran pacto. En cuanto a la agenda social, con propuestas como la subida del salario mínimo o la ley contra la pobreza energética, de poco calado y menor coste, es asumible tanto para Ciudadanos como para Podemos. Otro tanto sucede con las reformas de regeneración política, en las que los partidos de Rivera e Iglesias podrían coincidir en un tanto por ciento muy elevado.
La propuesta de reducir el paro a la mitad en la próxima legislatura es un buen deseo, pero nada más. La intención de negociar con Bruselas un calendario más cómodo para cumplir con el objetivo de déficit es una necesidad. La reforma constitucional sólo se apunta en aspectos nada polémicos, como el papel del Senado o la supresión de la preferencia del varón en la sucesión a la Corona. En todo caso, el documento del PSOE cumple las expectativas de un programa socialdemócrata moderado alejado de aventuras populistas.
La clave de la inclinación hacia Ciudadanos está en la indefinición sobre la cuestión catalana y sobre el modelo de Estado. Si Sánchez estuviera buscando un acuerdo con Pablo Iglesias hubiera hecho algún guiño en ese aspecto fundamental. Habría planteado, por ejemplo, la opción de estudiar alguna consulta, aunque fuera dentro la más estricta legalidad. Y, sin embargo, no lo ha hecho.
El líder de Podemos tiene razón en una cosa: Sánchez debe elegir con quién estar. Si aspira a gobernar con Ciudadanos, necesita la abstención del PP. Y si quiere que el PP se abstenga debería dejar de humillarle.
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