Hoy se cumplen 35 años del golpe de Tejero, Milans y Armada ¡Qué lejana nos parece ahora aquella España en la que un teniente coronel de la Guardia Civil entró en el Congreso, pistola en mano, al grito de: «¡Quieto todo el mundo!».
Pasamos mucho miedo. Temíamos perder la democracia que había costado tantos años y tanto esfuerzo recuperar. Habían pasado poco más de 5 años desde la muerte de Franco, pero la mayoría de los españoles ya no quería volver atrás. Mirábamos al futuro.
Hasta nuestros padres, que habían peleado en la Guerra Civil, creían en la reconciliación. Les aterraba la sola idea de desenterrar el odio de las dos Españas.
Tejero, Milans y Armada se equivocaron al pensar que su golpe tenía posibilidades de éxito. Ni las Fuerzas Armadas eran ya el bastión del franquismo que ellos añoraban, ni la sociedad civil, endeble todavía, quería volver a los oscuros años de la dictadura.
Que nadie se equivoque. La razón del fiasco del 23-F no fue que algunos capitanes generales se echaran atrás en el último momento; o que Sabino Fernández Campos, entonces Jefe de la Casa del Rey, impidiera la llegada a la Zarzuela del general Armada, cabecilla del golpe; ni siquiera el mensaje televisado de don Juan Carlos pidiendo a los tres ejércitos que respetasen el orden constitucional. No. La verdadera causa del fracaso fue que España había cambiado esencialmente y quería vivir en libertad.
Ahora, cuando se cumplen 35 años de aquella intentona, algunos, como el portavoz de ERC, Joan Tardá, se permiten el lujo de calificar el sistema político español como una «democracia low cost». Y lo hace, entre otras razones, para defender que Arnaldo Otegi, que saldrá de prisión la próxima semana tras haber cumplido seis años y medio de condena por intentar reconstruir Batasuna siguiendo las instrucciones de ETA, es un «preso político».
Ni Tardá, ni David Fernández, que le acompañó el pasado domingo a la prisión de Logroño a visitar al líder de la izquierda abertzale; ni Pablo Iglesias, que pretende que el poder judicial comparta el ideario del gobierno, han vivido bajo la dictadura. Pero en su imaginario, España mantiene un sistema político a medio camino entre el franquismo y la democracia.
Nuestra débil democracia afrontó ya hace 35 años el reto de condenar a los implicados en el 23-F. La Fuerzas Armadas han demostrado sobradamente su lealtad a la Constitución.
Desde la muerte del dictador ha habido quince elecciones generales, en las que los ciudadanos han elegido libremente a sus gobernantes. Ante los casos de corrupción, la prensa, la Fiscalía, las Fuerzas de Seguridad y los jueces han actuado, por regla general, con absoluta profesionalidad e independencia.
Ningún país europeo ha mejorado tanto como España su nivel de vida en los últimos 40 años. Ningún país de la UE puede darnos lecciones de democracia.
Incumplir la Constitución o las resoluciones del Tribunal Constitucional, como pretenden Tardá y sus compañeros independentistas; poner al poder judicial a las órdenes del Ejecutivo, como le gustaría a Iglesias, sí que sería degradar la vida democrática de nuestro país, rebajarnos al nivel de Venezuela, sumergirnos en una auténtica democracia low cost.
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