¿Y si me hubieran detenido en Corea del Norte?

VIAJE AL REINO HERMÉTICO: Una española en Pyongyang

El estudiante de EEUU detenido en Corea del Norte confiesa que robó un cartel propagandístico

14567791878574En Corea del Norte se aprende a llorar en silencio, a ver sin levantar la mirada y a mantener el rostro impasible ante estímulos sobrecogedores. A su pesar, el extranjero va perfeccionando estas técnicas conforme avanzan los días que pasa allí. En realidad, las domina rápido porque es instruido por los mejores profesores: los norcoreanos. Los veintitantos millones de ciudadanos de a pie del Reino Hermético ejercen con maestría una impasibilidad bien estudiada. No hablan, susurran; no preguntan, intuyen; y no lloran si no hay funeral de Estado que requiera el llanto. Pero estas destrezas no surgen sino de la obligada sumisión al Líder, al Partido y a la Patria a la que son acostumbrados prácticamente desde que nacen. Y más allá de estos solemnes actos, las lágrimas están prohibidas, pues… ¿Quién tiene la necesidad de llorar cuando vive en el que su propio Gobierno hace llamar «el país más feliz del mundo»?

Esto lo sé porque estuve en Corea del Norte el pasado verano, tan solo unos meses antes de que lo hiciera Otto Frederick Warmbier. Sin embargo, quizás él no lo supiera cuando, hace dos meses, se le ocurrió arrancar un cartel con un eslogan político de las paredes del hotel más famoso de Pyongyang. Éste es el crimen por el que ayer compareció en la capital norcoreana, donde permanece detenido desde principios de enero. Lo ha hecho con la intención de confesarlo, de pedir perdón y de implorar que le salven. Tiene 21 años, viajó a Corea como estudiante y es imposible saber si ha sido forzado a hablar este lunes.

Ocurre que, cuando llevas unos días en Corea del Norte, empiezas a preguntarte cosas, a cuestionar tu sistema de valores y a intentar dirimir quiénes son los buenos y quiénes son los malos en la secuela de la Guerra Fría. Te ha dado tiempo a acostumbrarte a hacer reverencias ante dictadores muertos y a sentirte observado por sus retratos en todas las estancias. Por un momento cambia tu forma de ver el mundo. Eres vulnerable a las bondades de la idea Jucheexplicadas por apasionados feligreses que profesan -a la fuerza o libremente- la religión de los Kim, que reviven sin cesar esos crímenes de Occidente que no aparecen en los libros de historia con los que te has educado. Te acaba pareciendo normal despertarte y acostarte con miedo.

Por ello, no son las palabras de Otto hechas públicas ayer -con las que ha confesado haber sido manipulado por el Gobierno estadounidense, así como temer que éste haga daño a su familia-, sino sus lágrimas, las que me han llevado irremediablemente a recordar las mías. Sus lágrimas, mal contenidas bajo la atenta mirada de funcionarios que sirven a las locuras de una extravagante saga de dictadores, me han helado la sangre. Otto tiene miedo, mucho miedo. Quizás lleve dos meses teniendo miedo, y quizás ese miedo no le abandone ni cuando sea liberado.

Me delataron los niños

Como Otto, yo también tuve miedo durante los siete días que pasé en el reino de Kim Jong Un. Además del terror que se apoderó de mí durante mi última noche en Pyongyang, hubo dos momentos del viaje en que se me escaparon las lágrimas. Unas lágrimas que pusieron sobre aviso a mis guías-espía, que quizás estuviera captando demasiadas señales.

La primera fue en la escuela, tras verme incapaz de describir París ante unos niños que jamás conocerían la Ciudad de la Luz -los norcoreanos, salvo contadas excepciones reservadas a la ‘Élite Roja’, tienen prohibido salir del país- y de haber asistido a la escena de locura que se desató entre los funcionarios que nos vigilaban a mí y a otros extranjeros cuando un miembro de mi grupo entregó a los colegiales unos cuadernos envueltos en papel de regalo, a modo de presente. Se los retiraron al instante y nos invitaron a abandonar el centro. Y es que, ¿cómo iban a arriesgarse a que hubiéramos querido hacerles llegar «la verdad» a través de mensajes desperdigados por las aparentes páginas en blanco de libretas escolares?

Así fue mi primer encuentro cara a cara con el Gran Hermano que condiciona el futuro de estos niños y de muchos otros que no conocí. Fue doloroso entender que ellos nunca saborearían la libertad Occidental. Doloroso fue también cruzarme con aquel niño que andaba solo por los alrededores del parque de atracciones de Pyongyang. Llevaba una suerte de babuchas por calzado y unas ropas raídas. No parecía que hubiera llegado con sus padres, ni tampoco que pudiera acceder a ese recinto de la diversión que, por comunista, no tiene puertas para que todos los ciudadanos puedan acceder con el principio de la igualdad a modo de ticket. Él sabía que no podía cruzar esa entrada, por eso se conformaba con ver subir y bajar la lanzadera desde la valla y con asombrarse por la apariencia de esos extranjeros a los que escoltaban unas guías-espía que le forzaron a desaparecer de la escena. La mirada de ese pequeño, tan inmensa de vacío, me hizo entender más que cualquier larga explicación. No pudo sino provocar mis lágrimas por segunda vez en pocos días, dejando claro a mis custodios que debían atarme más en corto, aunque sólo fuera una joven estudiante. A partir de ahí, cualquier paso en falso que diera permitiría que me acusaran de cualquier extraño delito de esos que gustan a los tribunales norcoreanos, como deslealtad a la Patria o propaganda contra el Estado. Porque las lágrimas, prácticamente al mismo nivel que arrancar un póster, pueden constituir un crimen en ‘el lugar más feliz del mundo’.

Camino de la frontera

El día en que debía marchar, cruzando la frontera que separa a Corea de China, me desperté con la sensación de llevar una cruz arrastras. Mi guía-espía, recelosa de mis lágrimas de días anteriores y de las preguntas que intentaban salirse del guión, había identificado mi teléfono la víspera y había hecho especial hincapié en el hecho de que, según ella misma me dijo, yo no había entendido correctamente el espíritu de su país. Sabía que los guardias de inmigración se esforzarían más de la cuenta en investigar mi móvil. Un móvil repleto de fotografías de campesinos demasiado flacos, de niños trabajando las tierras en horario escolar o barriendo las calles en días festivos y de mujeres dirigiendo el tráfico en falda, a pesar de que tener un coche no les está permitido. También de familias disfrutando de un pícnic de domingo, de abuelos viendo a sus nietos pasándoselo en grande en los toboganes del nuevo parque acuático y de parejas entregándose al amor furtivo entre los matorrales que marcan el camino a las vías del tren. Pero con el Gran Hermano del que emana el neurótico control del gobierno rojo no se juega: aunque retraten sonrisas, no ha de tomarse ni una foto más allá del escaso perímetro permitido, que casualmente coincide estrictamente con el de los lugares solemnes, poco transitados por los norcoreanos de a pie.

Sentí la cruz sobre mis hombros durante las cinco horas que duró el viaje en tren hasta la frontera. A lo largo de ellas, recuerdo que me pregunté repetidamente qué sería de mí si hallaban razones para detenerme. Intercalaba estas cuestiones con miradas a los pueblecitos que adornaban inmensos campos, cuyos vivos tonos verdes sólo eran interrumpidos por pancartas del Partido Único que llamaban a los trabajadores a esforzarse más. Las casitas rurales fueron quedando atrás y en el horizonte comenzaron a dibujarse los rascacielos del otro lado del río Yalu, el símbolo más claro de que atravesando el puente se llegaba a la seguridad que proporciona una sociedad de mercado. Y, sin embargo, qué lejos sentí la libertad cuando el tren frenó en seco en la aduana.

Con las manos temblorosas, cogí mi equipaje y me dirigí a la oficina de registro. Permanecí en ella más de dos horas. Dos horas en las que alcanzaba a ver mi pasaporte, sabiéndome incapaz de recuperarlo hasta que los guardias no hubiesen comprobado y vuelto a comprobar, alentados por mis custodios, en vilo desde que habían visto mis lágrimas en días anteriores, que «estaba limpia». Ni anotaciones extrañas en papeles escondidos entre la ropa ni fotos ocultas en el teléfono móvil al que accedieron los militares tras exigirme que tecleara mi clave de seguridad para ellos. Quizás esas dos horas sean las más largas que recuerdo.Y quizás lo libre que me sentí al pisar suelo chino sea la sensación de mayor alivio que he experimentado. Quizás, también, los miedos a que no me devolvieran el pasaporte, a que me detuvieran como unos meses más tarde detuvieron a Otto y a quedarme encerrada en una cárcel que aísla a 25 millones de personas cuyo único delito es haber nacido en Corea del Norte, los más reales.

Sin carné de periodista

Mis miedos, por supuesto, no son nada comparados con los que deben llevar semanas atormentando al hoy «criminal» Otto. Escogí dejarme el carné de periodista en casa y entrar en Corea del Norte con el de estudiante -como Otto-. La vigilancia a la que los guías-espía someten a los periodistas extranjeros no puede compararse a la relativamente «poca» que ejercen sobre los turistas «normales», y bajo vigilancia es muy difícil trabajar. Sin cámara fotográfica, sin ordenador y sin cuaderno de notas es mucho más sencillo mirar a las personas a los ojos; y es en sus ojos donde reside lo que importa.

No quisiera que estas líneas, ni siquiera el vídeo de este estadounidense cautivo sin culpa en un despiadada tiranía que ya circula por las redes sociales, nos hicieran perder la perspectiva, en todo caso. Por esta razón, y con la cara del niño que deambulaba por los alrededores del parque de atracciones de Pyongyang eternamente clavada en mi memoria, quiero terminar este relato de los recuerdos de mis recuerdos de Corea del Norte con una canción de Arirang. Pues es Arirang uno de los muchos vínculos que siempre unirá a los hermanos separados por las concertinas del Paralelo 38. En días de fiesta, tanto en el Norte como en el Sur los muchachos coreanos, perfectamente trajeados, toman de la mano a las jóvenes, envueltas en los coloridos hanboks, tradicionales a ambos lados de la frontera más militarizada del mundo. Con coordinación soviética en Pyongyang ysmartphone en mano en Seúl, danzan al son del más famoso tema de Arirang, que dice así: «Tantas estrellas hay en el cielo despejado como sueños hay en nuestro corazón».

Un solo corazón que late por los de 25 millones de personas, que da vuelcos al capricho del Gobierno de Kim Jong-un que hoy mantiene detenido a ese chico occidental. Sé que, como yo, pensarás en ese corazón cuando estés de vuelta en casa, Otto; ojalá que muy pronto. Y que el miedo que sentiste por ti lo seguirás sintiendo por esos 25 millones. No olvides, por favor, que muchos habrán depositado sus esperanzas en ti.

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