La República 1931-2011: cuatro gobiernos en tres meses

Cuando echamos la vista atrás y analizamos lo que se vivía en la España  de 1936, con una república descontrolada por prisas y obsesiones, con un  clima social y una convivencia fracturados inexorablemente, conviene  dirigir la mirada también a los que trataron de iluminar y reorientarse  con sus reflexiones entre tanto caos. Así, uno de los «padres» de la Segunda República, Gregorio Marañón, escribía en 1932: «Quienes contemplen el panorama de estos doce meses y oteen el futuro de España, sin rencor y sin preocupaciones egoístas, tienen que sentirse transidos de este mismo optimista entusiasmo con que tantos españoles asistimos a la Historia actual. (… ) España está ya en franquía, y el timón de su nave, en manos iluminadas y seguras».

Oscar GONZALEZ. Copyright-2011

Todo proyecto de futuro, cuando es acogido con ilusión, necesita de una importante inyección de optimismo. Ésta parecía ser la intención de Gregorio Marañón. Pero quizás el Dr. Marañón, a esas alturas de la Segunda República, pocos meses antes de la «Sanjurjada», sabía mejor que nadie cuál era el fin inevitable del experimento republicano español. El mismo Marañón comprobaría cuatro años más tarde que la nave se hundía irremediablemente porque, permítasenos seguir con su símil, el timón fue «hecho añicos» a conciencia.
Azaña, un «bulto parlante»
El panorama en mayo de 1936 no podía ser más negro. La destitución de Alcalá-Zamora, promovida por Indalecio Prieto, y secundada por el Parlamento, mayoritariamente dominado por el Frente Popular, fue una maniobra que deslegitimó al Gobierno y encendió más los ánimos.
Azaña fue nombrado presidente de la República y quedó relegado a un segundo plano. Algo del agrado del alcalaíno, que se dedicó a cuidar los jardines de su residencia, en la Casita del Príncipe de El Pardo, y que se definía a sí mismo como «bulto todavía parlante de un hombre excesivamente fatigado». Una fuga en toda regla la de Manuel Azaña.

Antes de ser nombrado presidente de la República, el 13 de mayo de 1936, Azaña había formado dos gobiernos, el 19 de febrero y el 7 de abril. A éste le siguió uno –efímero– de Augusto Barcia Trelles, entre el 11 y el 13 de mayo. Una vez jefe de Estado, Azaña quiso apoyarse en Prieto, desmarcado del proyecto revolucionario de Largo Caballero, pero las oportunidades para la «moderación» habían caducado. Es probable que el propio Azaña se acordara de lo que pronunció en su querido Ateneo madrileño, el 28 de septiembre de 1930: «No seré yo quien siembre moderación». Los socialistas de Largo parecieron recordárselo y darle de su propia medicina.

Porque Prieto aceptó la formación de Gobierno ofrecida por el alcalaíno. Presentó a la Ejecutiva del PSOE su proyecto, pero el grupo parlamentario socialista, dirigido por Largo Caballero, el «Lenin español», mostró su desacuerdo con todo tipo de apoyo parlamentario. La deriva revolucionaria no admitía colaboración con ningún «timón» burgués. Nada más coherente con la lógica marxista que las palabras pronunciadas por Largo en febrero de 1936: «La transformación del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas (…). Estamos hartos de ensayos de democracia». Y así, 47 diputados socialistas –frente a 19 a su favor y 20 ausencias– echaron por tierra la propuesta de Prieto, que renunció a ser primer ministro. Azaña llamó entonces al republicano gallego Casares Quiroga, un político que, como la gran mayoría en la Segunda República, ni dio la talla ni estuvo a la altura de las circunstancias. Sus declaraciones iniciales, tachando de fascistas a toda la derecha moderada, inquietaron a conservadores y dieron el pistoletazo de salida para que la revolución de los sectores izquierdistas también comenzara a fraguarse. Aunque esta última no necesitaba nada externo que la «lanzara»: el «hartazgo de democracia» –siguiendo a Largo Caballero– era razón suficiente para que se activara el proceso revolucionario.
Militares republicanos
A medida que las violencias recíprocas y los excesos se imponían como «partitura» social y política (por poner algunos ejemplos: huelgas de la construcción y de la madera en Madrid, «siega por asalto» en el campo andaluz, o lo que era lo mismo, ir a segar un campo sin permiso del dueño para pasarle posteriormente la cuenta de los jornales), crecía también el ritmo de una conspiración militar.

Y llegados a este punto, es necesario llamar la atención sobre un hecho significativo, a mi modo de ver: militares inequívocamente republicanos como José Sanjurjo, Gonzalo Queipo de Llano o Emilio Mola serán los que se adhieran a una conspiración militar. Contra la República –por la que habían apostado decididamente–  o contra la identificación de una república con su versión más extrema, Mola, al mando de la Comandancia de Pamplona, se convirtió en «El Director» de la conspiración (aunque a Sanjurjo, exiliado en Portugal, se le reservara el mando cuando llegara el día del triunfo). Desde marzo, Emilio Mola coordinará hilos, concertará reuniones y planificará movimientos, tarea nada fácil teniendo en cuenta la variada mezcla de sensibilidades aunadas en torno a la idea de acabar con una república que había olvidado el imperio de la Ley: carlistas, falangistas, republicanos descreídos, alfonsinos… En junio, Mola es consciente de que, en caso de que su pronunciamiento no triunfe, estallará una terrible guerra civil… Vaticinio trágico. ¡Qué lejos estaba del «optimista entusiasmo» por el que abogaba Marañón!
Mola vidal, el director
Hombre estricto y ambicioso, apodado «El Prusiano» por sus compañeros de la Academia de Toledo. Al igual que otros militares coetáneos, destacó por su participación en la Guerra de Marruecos. En 1927, asciende al generalato gracias a la defensa de la atalaya de Beni-Hassan. Fue el último director general de Seguridad de la monarquía alfonsina y uno de los que aconsejó a Alfonso XIII que abandonara España. Republicano, laico y permeable a ideas liberales, se sentirá agraviado por la política de Azaña y no perdonará que le pasaran a la reserva en 1932. Amnistiado dos años después, será apartado en Pamplona en la primavera de 1936. Un destino que le permitirá contar con apoyos rápidos para su conspiración.

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