La misión del cura vasco que toca la lepra en Corea

«Sí, tengo muchos amigos en el cielo», dice este franciscano que creció en las ruinas de Guernica. Lleva 36 años entre los ‘malditos’ de Corea del Sur

Sus hermanos. Cuando los enterraba, y lleva 530, les hablaba como si siguieran vivos. Ya no mueren de lepra, sino de cáncer.

Luis Maria Uribe reconoce que cuando se enfrentaba a los cadáveres, se dirigía a ellos como si siguieran vivos.

14632415647528Algunos cuerpos quedaban rígidos y resultaba muy complicado ataviarles con sus mejores ropas, siguiendo la tradición local. «Les decía, hermano, ahora tienes que relajarte, que te vamos a vestir. Tenía que mover con fuerza los brazos para ponerle la camisa y me daba apuro. Pensaba que le estaba haciendo daño. Hablaba con ellos mientras les lavaba el cuerpo con alcohol y yodo, y después les peinaba», asegura. Según él, mientras seguían en este mundo, sus propias vestimentas les permitían esconder el daño que había sufrido su cuerpo a causa de la enfermedad.

«Cuando los veías desnudos te dabas cuenta de que estaban repletos de llagas y úlceras. Les decía: lo que habrás sufrido tú en la vida», recuerda mientras pasea por las perfectas rutas asfaltadas de Seongsingwon. La imagen actual del enclave situado junto al río Gyeongho -salpicado de jardines, modernos edificios y aparcamientos- dista mucho de la que se encontró el religioso español cuando visitó el poblado por primera vez en 1977. «Entonces esto era un villorrio lleno de cerdos, vacas y moscas. ¡Había una peste! Era un ambiente muy distinto», reconoce el franciscano. «¡Pero fue la mejor época de mi vida!», añade.

A sus 71 años, Luis María Uribe se ha convertido en un personaje que concita una especial admiración no sólo en este poblado habitado por leprosos -ubicado 280 km al sur de Seúl- sino en toda la nación asiática, donde habita desde hace 36 años. Las autoridades y los medios coreanos han rendido homenaje al clérigo español en repetidas ocasiones por su inusual dedicación a una comunidad estigmatizada y perseguida durante décadas.

«Aunque no le une ninguna relación familiar, ha cuidado a los pacientes coreanos como si fueran sus hermanos y hermanas. Cuando llegaban al final de su agonía en la tierra, era él quien los enviaba al cielo. Cuando exhalaban su último aliento, era él quien lavaba sus cuerpos retorcidos y descompuestos, y los vestía con ropa nueva», escribió recientemente el diario Hankyoreh en una página laudatoria que le dedicó. El religioso, originario de Guernica, mantiene una vitalidad extraordinaria. Recorre el villorrio saludando en un perfecto coreano a sus cerca de 155 residentes. La mayoría son ya octogenarios o nonagenarios, impedidos por la edad y el legado de la lepra.

«¿Qué tal, Estéfano?», clama al tiempo que acaricia la cabeza del anciano que apenas puede responder. Los que sí lo hacen le llaman por su nombre local: Yu Ui-bae. El mismo que aparece marcado en piedra en el pequeño jardín que le dedicaron al cumplir los 70 años.

Estéfano y su esposa Ágata forman parte de los 80 abuelos que moran en el asilo que se construyó a orillas del cauce fluvial. Muchos circulan por el lugar ayudados por sillas de ruedas motorizadas. «Ya no mueren de lepra sino de cáncer. La medicación ha conseguido frenar la enfermedad», apunta el religioso.

Uribe conoce tanto a los que todavía viven como a los que fallecieron. De hecho, él fue quien enterró a la mayoría. «A 530», estima cuando se acerca al pequeño cementerio que han edificado en la ladera del monte Chiri. Una serie de nichos colocados en hileras en torno a una estatua de la virgen María con Jesucristo en su regazo.

«Lo bueno de todo esto es que tengo a muchos amigos ya en el cielo», añade con cierto humor negro.

Luis creció entre las ruinas de Guernica. Todavía hoy guarda una copia del emblemático cuadro de Picasso en Seongsingwon. Asegura que siempre quiso ser misionero y recuerda que cuando estudiaba para fraile en el seminario de Arantzazu los consideraba como sus «héroes». Sin embargo, al vasco le costó recalar en Corea del Sur pese a que fue una de sus primeras elecciones cuando decidió optar por las misiones. Primero tuvo que pasar por Bolivia y sólo llegó al país asiático en 1976.

Comunidades aisladas

Seongsingwon se había creado en 1958 cuando un primer grupo de 25 leprosos se instaló en las faldas del monte Chiri, junto al río, tras tener que abandonar la cercana ciudad de Jinju. Las personas que padecían este mal eran una suerte deapestados para el Estado y la sociedad surcoreana, y se les coaccionaba para que se recluyeran en comunidades aisladas.

«Había mucho miedo a la lepra. La gente del entorno intentó expulsarlos pero ellos se escondían en el monte durante el día y bajaban a dormir al lado del río durante la noche», rememora Uribe. Los frailes franciscanos se hicieron cargo del emplazamiento, que en poco tiempo acogía a más de medio millar de personas. «Muchos huían de otros centros de confinamiento como la isla de Sorok porque allí les hacían abortar o les esterilizaban. Aquí, como somos católicos, no se admitían esas prácticas. Podían tener hijos y de hecho llegamos a tener hasta 200 niños», apunta Uribe.

Sorok es un nombre estremecedor para los leprosos surcoreanos. El día 17 se cumple precisamente el centenario de su creación y el fraile español y una comitiva de los enfermos de Seongsingwon participarán en los actos conmemorativos.

Pero durante décadas allí no hubo nada que festejar. Pacientes como Kang Sung Bong lo recuerdan como «un infierno en la tierra». Un enclave donde los doctores japoneses guardaban cabezas, órganos humanos y fetos en recipientes de alcohol, según relató a un diario local otro superviviente de ese lugar, Nam Sang-chul. Eran los despojos de los experimentos que habían realizado con los pacientes, añadió. Fueron las fuerzas niponas que ocuparon Corea entre 1910 y 1945 las que dictaron la política de confinamiento de los infectados y quienes organizaron en 1916 la colonia de leprosos de Sorok, que llegaría a albergar a 6.000 personas y sería la imagen más simbólica y triste de las salvajadas que tuvieron que sufrir los infectados con esta dolencia.

Nam Sang-chul fue testigo de la terrible razzia que protagonizaron los asistentes coreanos en el centro de reclusión en agosto de 1945. Decenas fueron abatidos a tiros y sus cadáveres incinerados en una fosa común tras una disputa entre los pacientes y los empleados del complejo. «Alguna de las víctimas fueron enterradas y quemadas mientras todavía respiraban», relató el residente de Sorok.

Los visitantes que acuden hoy al islote situado al sur de la península de Corea pueden recordar aquella trágica fecha al contemplar el mausoleo dedicado a los 84 enfermos que fueron asesinados. También pueden intuir la crueldad que se convirtió en norma prevalente del enclave al observar la sala de esterilización que han conservado a modo de recordatorio los leprosos que siguen instalados en la isla.

Castración

La esterilización de los portadores de esta dolencia fue una práctica que introdujo la ocupación japonesa en 1937, se interrumpió brevemente tras concluir ese periodo en 1945 pero se reactivó tres años más tarde, cuando se estableció la República de Corea del Sur. La sociedad de Psicología de Japón había abogado ya en 1927 por la «castración» de los leprosos al considerar que era «un atajo» para erradicar esta dolencia. Sorok era, en definitiva, una especie de Alcatraz para enfermos, donde los empleados solían apalear a los leprosos y los usaban para realizar trabajos forzados, casi como esclavos. Algunos intentaron huir para morir ahogados en las aguas del entorno.

La brutalidad de Sorok no fue un hecho aislado. Tras la independencia, Corea del Sur decidió replicar los abusos liderados por las fuerzas japonesas contra los leprosos. La organización Idea, dedicada a la defensa de estos enfermos, estima que tan sólo entre 1945 y 1957 más de 300 leprosos murieron en homicidios protagonizados por trabajadores de hospitales, policías, soldados y civiles en casi una docena de incidentes. El trabajo obligado, la separación de los niños nacidos de padres con lepra de Hansen y la absoluta exclusión se reprodujeron durante décadas. La reclusión obligatoria sólo se abolió oficialmente en 1963 aunque siguió practicándose durante muchos años más.

«Eran como los esclavos de Egipto. Les torturaban, les obligaban a trabajar gratis. No sólo les marginaba el estado sino toda la sociedad. Las propias familias les echaban de sus casas», relata el religioso vasco. Tras instalarse definitivamente en Seongsingwon en 1980, Uribe tuvo que lidiar al mismo tiempo con las dolencias de sus vecinos y ese estigma. Aunque Seongsingwon nunca asistió a los excesos que se registraron en otras colonias del país, Luis recuerda cómo los restaurantes de las ciudades del entorno les prohibían el acceso o cómo antes de que se construyera el puente que les permitía atravesar el Gyeongho, los comerciantes les enviaban la comida a través de la barca que servía para cruzar el curso fluvial, sin atreverse a entrar en la comunidad.

Su paseo le ha llevado frente a los tres túmulos de cascotes que han construido los vecinos del lugar a la usanza de las pagodas budistas locales. Lo han denominado la «Torre de piedra de los deseos».

«Todos los pobladores han traído piedras del río para construir estas pagodas que están dedicadas a la bravura y dedicación de un asentamiento que da esperanza a los visitantes», se lee en la inscripción que han colocado junto a ellas.

En una vivienda cerca reside Sung Jung Song. Llegó aquí en 1964, mucho antes que Uribe. Cuando le diagnosticaron la infección, su familia le echó de la vivienda. «Tuvimos que enfrentar muchos prejuicios, principalmente por desconocimiento. Pero finalmente el gobierno aceptó que muchos fueron usados como esclavos», explica sentado junto a Uribe.

Tras años de disputa legal, en 2015 un tribunal local reconoció el derecho de más de 130 enfermos de lepra a recibir una indemnización de 40 millones de won (unos 32.000 euros) cada uno al haber sido víctimas de la campaña de abortos y castraciones forzadas.

«El Gobierno es responsable de compensar los daños que sufrieron estos individuos. Infringió sus derechos como ciudadanos a no sufrir daños corporales y el derecho a vivir de sus fetos», reconoció el juez que dictó la sentencia,considerada un hecho histórico en los esfuerzos por acabar con el ostracismo de esta comunidad. Para Park Yeong-rim, miembro de la organización Abogados por los Derechos Humanos de los Pacientes de Hansen (la denominación local que se otorga ahora a estos enfermos), el dictamen jurídico «fue un primer paso para restaurar su dignidad».

Surnamed Yang fue una de las víctimas de estas prácticas. A su primera hija se la arrebataron y la enviaron a un orfanato -los centros sanitarios prohibían quedarse embarazadas a estas enfermas- y cuando volvió a concebir la obligaron a interrumpir el estado de gravidez clavándole «agujas en el vientre» al tiempo que la regañaban por no haber seguido sus consignas.

«Lloraba y me sentía avergonzada como si fuera una bestia», refirió.

«Sólo queremos que se reconozca nuestro sufrimiento», admite Sung Jung Song.

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