El oxímoron que resumirá la lucha más justa del siglo XXI es este: feminismo islamista. Porque será una cosa o será la otra. Un feminismo verdaderamente combativo es más necesario que nunca en las tierras de Alá, donde si la vida de una mujer aún se tasa en camellos -ya el plural resulta generoso-, el ejercicio de su libertad sexual directamente se mide en latigazos. Por eso escarnece la inteligencia esa pirueta argumental que están tratando de ejecutar las feministas de mucho progreso, bien radicadas en sociedades abiertas. Son las pijaflautas, pintoresca criatura mixta de frivolidad zoolander y moralismo huracanado que vende el burkini como una elección textil más o menos exótica y que, desde la hamaca del resort, clama contra la islamofobia mientras traiciona la sagrada solidaridad con sus oprimidas congéneres. Con semejantes aliadas occidentales nunca les faltarán piedras a los lapidadores orientales.
Uno sostiene que Europa no puede prohibir el uso del burkini sin traicionar al mismo tiempo la causa que pretende defender. No se puede invocar la libertad coartando la libertad. Y las imágenes de policías franceses arrancando velos a las pobres moras en las playas de Niza no traducen los valores republicanos a cuya preservación sirven esos funcionarios del Estado laico. Pero que la lucha contra el burkini no deba discurrir por la vía punitiva no significa que no deba entablarse en el terreno de la opinión pública con toda la rotundidad que exigían el apartheid sudafricano, el supremacismo sureño o el antisemitismo alemán. Hay que repetir a todas horas que el burka, el burkini, el velo -prendas teocráticas que infligen un grado de humillación proporcional a los centímetros de tela oscurantista- son signos clamorosos de opresión que perpetúan una cultura medieval de alfanje y harén. La mujer velada acepta inconscientemente su culpa preventiva, su mancha original; por eso las ciudadanas de Manbij liberadas del yugo califal se pusieron a quemar burkas como si los fueran a prohibir, no bien el último yihadista puso la sandalia fuera de la ciudad. Muy contentas de llevarlo no parecían. Pero ya Camba advirtió que el problema no era de ellas sino de ellos en el Estambul de 1908:
-La turca no está guardada solo por su virtud, que alguna vez cedería, sino también por el turco, que no cede nunca. Para seducir a una turca, la imposibilidad consiste en seducir al turco.
Sabemos que la libertad no se abrirá paso en el mundo árabe hasta que una masa crítica de sus mujeres lidere la revolución sexual. Flaco favor les hace la empanada mental y la desvergüenza ética con que aquí la misma pijaflauta que atribuye por la mañana al heteropatriarcado cristiano la paliza de un infecto machista a su ex, niega por la tarde la condición estructural del machismo coránico, que al parecer no rige para la morita que baja a la playa tapada como si tuviera la lepra. Ocurre que la feminista de progreso ha encontrado en el burkini la penúltima excusa para liberar su histeria penitencial por pertenecer al hemisferio de las libres y prósperas, al que desearían pertenecer tantas hijas del Profeta. El delirio ha llegado al punto involutivo en que la pijaflauta posmoderna se da la mano con la beata de jaculatoria para reclamar al unísono más pudor, señoritas, que los hombres acechan y no hay que darles gusto. La pijfaflauta no lo dice así, sino que afirma que el bikini es un libidinoso producto de la industria patriarcal, como lo prueban los millones de varones que obligan a sus mujeres a petar la sección de baño de Zara cada primavera, maniobra a la que ellas acceden con evidente resignación.
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