Ante el hecho de las dos monjas asesinadas en Madrid el 20 de julio de 1936, surge la pregunta sobre el furibundo anticlericalismo revolucionario. Una de las respuestas apuntaba que se debió al apoyo de la Iglesia a la sublevación y al supuesto apoyo de la Iglesia a la represión en el bando nacional y en la posguerra.
Esta respuesta me parece, cuando menos, insuficiente, si tenemos en cuenta que no existe ningún ejemplo de apoyo eclesiástico a la conspiración y tampoco al alzamiento, mucho menos por medio de proclama, previo a las matanzas anticatólicas. Estas son inmediatas -el 19 de julio era domingo y en Madrid ya se asesinó a gente a la salida de misa, por ejemplo en la iglesia de San Andrés, una de las primeras incendiadas-, por lo que también la condena eclesiástica de estos asesinatos es temprana: pero para confundir esas condenas con bendiciones a la sublevación, y menos previas, hay que ser o malintencionado o imbécil. Lo mismo, obviamente, puede decirse de las supuestas bendiciones a la represión: No se puede explicar un suceso, la furia anticristiana de los revolucionarios, por otro posterior.
Dos respuestas: la genérica
Si logramos esquivar la manipulación malintecionada -cuyas patas son cortas- y la imbecilidad -como siempre más corriente de lo que pensamos-, me parece que hay dos comentarios oportunos al respecto. Uno lo transcribo de una entrevista que hice a Stanley G. Payne, que va en el libro El Tren de la Muerte:
-Usted cita como peculiaridad de la Revolución española que se liquidara al clero. Fue una clase específicamente liquidada. ¿Por qué en España y no en Rusia?
-No es por culpa de la Iglesia, sino por la existencia de la Iglesia, porque la Iglesia ha sido siempre la base cultural, espiritual y psicológica sobre todo, el apoyo principal, en cuanto al orden espiritual e ideológico del sistema establecido, y por eso fue siempre el blanco de la ira por parte de los elementos radicales de izquierdas, desde la primera parte del siglo XIX. Esto es algo que ha pasado también en otros países católicos sobre todo, no en países protestantes u ortodoxos. Sobre todo en países católicos por el peso específico de la Iglesia en esas sociedades, y por eso había brotes también de un anticlericalismo violento, sobre todo en Francia con la Revolución francesa, y en la última fase de la Revolución mexicana. Pero sí en un rasgo especial, yo diría también típico, en la guerra civil revolucionaria, en un país católico latino. Y resulta que el único país que tiene una guerra de esta clase es España. Francia lo había tenido con la guerra de la Revolución.
Y un comentario específico para 1936
Si, como dice Payne, España ya es particular por ser un país latino, la revolución de 1936 en su aspecto anticristiano va mucho más allá, me parece, de lo que la lupa de un académico podía esperar. Que cabía esperarlo es algo que comenta, por ejemplo, Clara Campoamor, al decir a principios de julio de 1936, que si la táctica que piensa emplear Azaña contra una sublevación previsible era armar a las milicias de los partidos frentepopulistas, desde el primer día estallarían diez o doce incendios en Madrid; incendios no necesariamente de iglesias, pero sí probablemente, visto lo visto.
Que los españoles se iban a matar era previsible, que la Iglesia entraba para unos, los revolucionarios, en el bando a liquidar, idem. Pero que se llegara a matar a los obispos por decenas (o a 13 para ser exactos), a los curas y religiosos por miles y a los simples católicos por decenas de miles, y de la forma en que se hizo, me parece que supera lo que cualquiera podría imaginar. Y es lícita y conveniente la pregunta del por qué.
Si todo fuera cuestión de números, acepto que cabría el empate, el «y tú más», y podríamos decir que es simple expresión de la barbarie hispánica, de adónde podemos llegar, etc… Pero lo que no supera la comparación del «y tú más» es precisamente el modo: esas matanzas públicas -ejemplo la del Tren de la Muerte-, bárbaras, incomprensibles.
Yo pienso que hay que seguirse dejando sorprender por los hechos, que es bueno mirar, para escarmentar porque la respuesta última es que cada uno debe ser consciente de lo que somos capaces de hacer, y de que para evitarlo hay que proponerse muy seriamente no dejarse llevar por impulsos de los que nadie está a salvo. Si además uno quiere añadir consideraciones religiosas acerca de dónde puede llegar uno cuando se deja dominar por el odio (y que este tenga algo de diabólico), o al revés, de lo bien que puede venir pedir ayuda a Dios para evitarlo, pues yo opino que toda ayuda es bienvenida; obviamente también la de no utilizar la religión -o el hecho de que haya sido perseguida- como supuesta justificación para la venganza: Eso para los que pretenden que la Iglesia católica en España apoyó la represión, punto que yo niego categóricamente «en el estado actual de mis conocimientos» y para el que doy dos botones de muestra que me parecen significativos (ambos también en El Tren de la Muerte):
a) La percepción de hasta qué punto los rencores permanecían arraigados en la sociedad llevó, por ejemplo, al obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo Garay, a publicar el 7 de febrero de 1940 una carta pastoral, anunciando una misión general para predicar la necesidad de la reconciliación, que el prelado echaba de menos lamentándose con frases como la siguiente:
«Lo que, transido de cristiana caridad y de generoso perdón cristiano pudiera haber sido trasparente cristal de roca, ha parado en ser despreciable ciénaga de inmundicias.»
(Por si la frase no es suficientemente clara: se está refiriendo a la represión, asqueado porque es una venganza «despreciable» que nada tiene de cristiano.)
b) Frente a este interés que tenía la Iglesia por recordar a los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que fueron asesinados por su condición de católicos —para ello no obstaba que el odio a la religión se mezclara con acusaciones de estar al servicio de los ricos; a más de alegatos sobre su supuesta riqueza y su presunta connivencia con los golpistas— surgieron dos obstáculos: la falta de medios y la necesidad de evitar la implicación en tareas que no correspondían a los eclesiásticos.
Ambos aspectos son patentes, para el caso de Jaén, en la respuesta que el 18 de octubre de 1941 envió el vicario general, sustituto del obispo asesinado, al Fiscal de la Audiencia Provincial, y que se conserva en la Causa General (legajo 1009, expediente 13, folios 19-20), respecto a las investigaciones que se pedía que hiciera la Iglesia acerca de lo sucedido durante la revolución:
«Si ahora la Autoridad Civil cree —nosotros creemos lo contrario— que puede exigir a la Eclesiástica, en virtud de mandato, la relación abrumadora de datos que pedía V.S. en su oficio del 22 del pasado Abril, no se nos negará en esa hipótesis el derecho de exigir, por “décima vez” también, que se nos envíe personal adecuado y los recursos necesarios para hacer esas investigaciones, ya que los pocos sacerdotes supervivientes no vieron los sucesos por haber sido encarcelados y no juzgamos conveniente para su ministerio pastoral el que ellos por sí mismos hagan esas investigaciones.»
La Iglesia no quiso implicarse en actividades que no le correspondían, y respecto a lo que ella misma sufrió en la provincia de Jaén se limitó a mandar, el 22 de abril de 1941, una lista, firmada por el vicario general, según la cual “en esta Diócesis fueron asesinados 130 Sacerdotes, 8 Religiosos, 3 Religiosas y 4 Seminaristas. Además fueron asesinados también, los presidentes de la Juventud de Acción Católica de Martos, Linares y Siles.” folio 21, rúbrica Jaén 22 de abril de 1941, el Vicario General.
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