Ni está, ni se le espera, y se le agota el tiempo

«El público de Puigdemont sólo se acuerda de él en el follón o en el folklore»

Salvador SOSTRES. Copyright

«Pere quería tanto ser ‘president’ que cuando negoció con Jordi Sánchez el Govern sólo se preocupó de su presidencia y Junts se pudo quedar incluso con más de lo que quería», explica un dirigente republicano, para dar cuenta de lo importante que es para Aragonès ostentar su actual cargo. «Si no se arriesgó por su partido, no se arriesgará por uno al que sólo se profesan mutuo desprecio», sentencia el mismo republicano. No corre ningún riesgo la mesa de diálogo.

Puigdemont está muerto pero nadie quiere enterrarlo. Es un cadáver que se descompone y hiede, aunque cada vez menos, en la distancia. Excita a los ‘hooligans’ y nadie en el independentismo se atreve a ir de frente contra él, pero los candidatos del expresidente pierden las primarias en su partido y Junts quedó tercero en las últimas elecciones al Parlament. En el Congreso es también la tercera fuerza y ERC casi le dobla en escaños. En el Ayuntamiento de Barcelona es irrelevante. Esquerra no incluyó su regreso a España cuando negoció los indultos. Su propio público sólo se acuerda de él en el follón o en el folklore. Acontecimientos como el de Cerdeña le devuelven momentáneamente a la actualidad pero también a la realidad de que mientras no se entregue será siempre un prófugo y no podrá vivir tranquilo.

Más allá de la gesticulación y la escenificación, que es gratis y se da por descontada en el independentismo, el ‘efecto Puigdemont’ es una llama que se apaga para los suyos y algo totalmente irrisorio para los republicanos. Ni está, ni se le espera, ni Pere Aragonès ni Oriol Junqueras moverán un dedo para facilitar su regreso, y además el forajido sabe que se le agota el tiempo, porque el indulto que podría medio soñar con Pedro Sánchez –si se entrega y acepta ser juzgado– será imposible cuando gobierne Pablo Casado. Quedan dos años.

Aragonès leyó un comunicado apoyándole, viajó a Cerdeña para tomarse un retrato con el souvenir folklórico en que Puigdemont se ha convertido, y por no pagar ningún precio seguramente ni pagó los billetes de avión, por lo cual tendría que ser investigado, porque la visita a un delincuente sólo puede considerarse –en el mejor de los casos– un asunto privado.

La mesa de diálogo seguirá su curso porque hasta los que más gritan para romperla, aparentemente indignados por ‘la represión’, saben que el Gobierno nada tiene que ver con este último espectáculo sardo; pero sobre todo porque el independentismo no tiene plan B, ni está en condiciones de plantear ningún desafío al Estado. Ni los dirigentes políticos más hiperventilados quieren ir a la cárcel, ni el público en general –que brilló por su ausencia en las manifestaciones de apoyo a Puigdemont convocadas el viernes por la ANC– quiere renunciar a irse de fin de semana, dejando a un lado que ya toda la pirotecnia secesionista se intentó, y el resultado fue que el Estado apenas tuvo que intervenir, porque los propios independentistas se entregaron, se rindieron o huyeron.

Y tras algunos altercados callejeros, el partido del Gobierno está negociando los presupuestos con el partido de la Generalitat, como siempre se ha hecho. A veces da la sensación de que Puigdemont preocupa, mucho más que en Cataluña, en el folklore del otro bando.

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