Ni intelectual ni filosóficamente creo en la monarquía como forma de gobierno. Nunca, desde que tengo uso de razón, me ha cabido en la cabeza la idea de que alguien goce de privilegios por el mero hecho de haber venido al mundo en una cuna determinada. Es una cuestión que se da de bofetadas con ese principio democrático de igualdad ante la ley y de oportunidades y, en consecuencia, con esa meritocracia que debe ser el baremo inexcusable a la hora de pulsar el botón de ese ascensor social que permite subir del subsuelo al tejado.
Dicho todo lo cual, y como quiera que soy un pragmático, he de reconocer que la mayoría de las naciones más avanzadas del mundo se sitúa en la categoría de monarquías parlamentarias. La lista es tan prolija como deslumbrante. No puntualizaré nada más porque el elenco lo dice todo: Reino Unido, Bélgica, esos Países Bajos que toda la vida de Dios se llamaron Holanda, Dinamarca, Noruega, Suecia, Japón y naturalmente España. No hay uno solo de estos estados que no sea de primera división, que no responda al paradigma de lo que denominamos democracia de calidad. Las encuestas ratifican mi teoría: en Reino Unido el 65% es partidario de la continuidad de los Windsor y en España el 74% aprueba los nueve años de reinado de Don Felipe. En el resto los porcentajes se mueven en amplísimas horquillas de aceptación.
A nosotros no nos ha ido lo que se dice mal con la monarquía constitucional. Don Juan Carlos lideró junto al gigantesco Adolfo Suárez el tránsito de la dictadura a una democracia homologable y con todas las de la ley. Y encima en tiempo récord e incruentamente, eso sí, con la sombra de la sospecha de un 23-F protagonizado por los dos grandes fieles del sucesor de Franco a título de Rey, Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch. Tiene toda la pinta de que el monarca emérito desempeñó el rol de agente doble: primero pirómano, luego bombero. Nadie en su sano juicio se cree que tanto el uno como el otro dieran un paso de este calibre sin la anuencia o directamente la orden de arriba, es decir, Zarzuela.
Hay que reconocer que la mayoría de las naciones más avanzadas del mundo se sitúa en la categoría de monarquías parlamentarias
Lo cierto es que en apenas dos años, los que transcurrieron entre el óbito de Franco y la celebración de las primeras elecciones libres, ya éramos admirados por todo el orbe y servíamos de ejemplo a seguir por los países que aún vivían bajo el yugo de la tiranía. Desde los comunistas del otro lado del Telón de Acero hasta los sudamericanos sometidos al Plan Cóndor. Todos ellos acabaron cayendo del lado bueno de la historia, entre otras razones, por el mimetismo que provocó el milagro español.
A más a más, hay que subrayar que nunca antes España había vivido un periodo tan longevo de paz ni tan próspero económicamente. Antes de la monarquía parlamentaria, España fue sistemáticamente caldo de cultivo de ese cainismo que tan fielmente reflejó el genio de Fuendetodos, Francisco de Goya y Lucientes, en su Pelea a Garrotazos. La primera fractura entre conciudadanos sobrevino en los albores del siglo antepasado entre afrancesados y patriotas con motivo de la invasión napoleónica; dos décadas más tarde con la guerra entre carlistas e isabelinos; allá por los 70 con la pugna entre republicanos-revolucionarios y monárquicos; en el prólogo del XX con la violenta irrupción de ese anarquismo que quería tumbar la España de la Restauración; en la Segunda República con ese fratricidio entre comunistas y fascistas que desembocó en la Guerra Civil con los demócratas de verdad resignados al papel de testigos de cargo; y en el franquismo con los ganadores viviendo en España y los perdedores en el exilio o dentro pero calladitos.
La culpa de esta bendita Transición corresponde, como digo, a un Don Juan Carlos tan gran estadista como inempeorable arquetipo ético. Al final su sobresaliente legado institucional va a quedar indeleblemente manchado por el compulsivo cobro de comisiones y la incesante apertura de cuentas en paraísos offshore. Pero para la vida del españolito de a pie lo que cuenta es el día a día. Resulta innegable que su reinado nos trajo la libertad, razonables tasas de renta per cápita, el estrechamiento de las seculares diferencias sociales y la apertura al resto del mundo. No se puede colegir, pues, que la enésima restauración borbónica haya sido un gatillazo sino más bien un éxito en líneas generales.
Antes de la monarquía parlamentaria, España fue caldo de cultivo de ese cainismo que tan fielmente reflejó Goya en su ‘Pelea a Garrotazos’
La historia condenará a José Luis Rodríguez Zapatero por haber resucitado el guerracivilismo, por agitar esas dos malditas Españas que el Pacto del 78 había sepultado y por estigmatizar y aislar a la derecha moderna que representaba y representa el PP. El fascistoide Pacto del Tinell y el subsiguiente Gobierno PSOE-ERC en Cataluña fueron el embrión de la locura que estamos presenciando aterrorizados en estos momentos. La moraleja de este disparate es perogrullesca: la Constitución es papel mojado, el PP no puede volver a La Moncloa tal y como señaló el delincuente de Pablo Iglesias en el Congreso emulando a la Pasionaria del «José Calvo-Sotelo no volverá a hablar en este hemiciclo» y la monarquía es un anacronismo a eliminar.
En esto en general y en esto último en particular está Pedro Sánchez que supera con creces al maestro. Un Pedro Sánchez al que traiciona su subconsciente en forma de feos institucionales al jefe del Estado. Situarse a saludar a los invitados en la recepción del Día de la Hispanidad en el Palacio de Oriente, que sabía cómo se desarrollaba protocolariamente porque era la cuarta a la que iba, prohibir al monarca acudir a Barcelona a la entrega de los despachos a los nuevos jueces o hacer esperar a los Reyes en el último desfile del 12-O sólo cabe en la mente psicopática de un tipo al que le molesta profundamente que haya alguien por encima de él. Las típicas cosas de los autócratas: te venden que vives en una democracia mientras la van desmontando sin prisa pero sin pausa para quedarse como sátrapas de facto. Que se lo cuenten o se lo digan a los turcos, a los venezolanos o a los rusos, a naciones en las que hay elecciones pero no democracia ni nada que se le parezca porque la separación de poderes y la libertad de expresión son una entelequia.
Tres cuartos de lo mismo cabe deducir de la implícita desautorización al Rey que supone el pacto permamente con ETA y con quienes perpetraron el golpe de Estado en Cataluña. ¿O acaso no constituye una afrenta a un Don Felipe que salió al quite el 3 de octubre de 2017 para pararles los pies a los tejeritos catalanes? Los indultos a los golpistas y la derogación de la sedición no son ni más ni menos que el inicio de un proceso que tiene como primer hito la balcanización de España —sólo queda por ver el modelo territorial elegido— y como segundo el fin de la monarquía como sistema arbitral. Dios quiera que me equivoque, pero me temo que lo veremos. Más tarde que pronto, pero lo veremos.
Erosionar, hacer tambalear y no digamos finiquitar la monarquía parlamentaria sería un insuperable acto de masoquismo y un suicidio
La Ley de Amnistía va a suponer un nuevo chuleo al inquilino de La Zarzuela que, con toda la razón, pensará para qué se la jugó dando aquel memorable discurso televisado de 2017 en plena rebelión en Cataluña. No quiero imaginar el rostro que se le quedará al representante de la dinastía borbónica cuando queden exentos de responsabilidad penal, civil o administrativa los 4.000 totalitarios que intentaron robarnos la democracia hace seis otoños. Lo que sí intuyo es la cara de gilipollas que esta nueva sanchada más propia de un Erdogan o un Mohamed VI dejará a los fiscales y los jueces que han instruido las distintas causas abiertas. Lo mismo que acontece desde hace un lustro con los policías, los guardias civiles, los militares, los magistrados y los políticos que se jugaron el tipo en la lucha contra ETA cuando contemplan el acercamiento al País Vasco y el acortamiento de las condenas de los peores asesinos. Por no hablar de la que le están montando a Feijóo los sanchistas y sus sucursales mediáticas a sueldo por aceptar el encargo real de intentar la investidura. Un nuevo misil submarino de Moncloa a la línea de flotación de Zarzuela.
El PSOE sanchista se jacta en privado, pronto lo harán en público, de que la monarquía sigue vigente gracias a ellos. «Felipe VI se mantiene porque nosotros no rompemos el pacto de la Transición, el día que lo hagamos, se acabó», es lo que, palabra arriba, palabra abajo, enfatizan los gerifaltes de Ferraz cada vez que se suscita el debate. Vamos, que le perdonan la vida. La extrema izquierda de Sumar, naturalmente Bildu y ERC e incluso un cada vez más podemizado Partido Socialista están crecidos y van a exigir a Sánchez un cambio del modelo de Estado. Algo, por cierto, que requería una mayoría en el Parlamento de la que carecen en estos momentos. Pero ya se sabe que Sánchez es capaz de vender a su madre o subastar a su padre con tal de seguir montado en el Falcon. Lo de pasarse la ley por el arco del triunfo también es coser y cantar para él gracias a un Constitucional mayoritariamente sometido a sus caprichosos designios.
Erosionar, hacer tambalear y no digamos finiquitar la monarquía parlamentaria sería un insuperable acto de masoquismo, un suicidio y la resurrección de nuestros peores fantasmas. Amén de un acto profundamente estúpido. A los anglosajones les ha ido proverbialmente mucho mejor que a nosotros porque han tenido claro que lo que funciona no se toca y que los experimentos jamás se efectúan con champán. Sería una sublime imbecilidad acabar con la monarquía parlamentaria cuando contamos con el Rey más preparado, más honrado y mejor asesorado —bendito Jaime Alfonsín— de todos los tiempos. Y tengo meridianamente claro que el derrocamiento de Felipe VI o en su día de Leonor por la vía de la legalidad o de los hechos consumados nos abocaría a una nueva guerra civil porque la otra mitad de España exclamaría un justísimo «¡hasta aquí hemos llegado!». Tengamos la fiesta en paz que ya hemos acabado demasiadas veces a bofetadas. Y, mientras tanto, tampoco estaría de más que nadie olvide quién es el árbitro que impide las tánganas.
Comentarios recientes