«…, en aquella ciudad, cerca de los descampados, justo donde las casas comenzaban a escasear y los árboles comenzaban a ser más densos, se alzaba un curioso edificio que parecía sacado de un cuento de brujas… o de una pesadilla. Era una estructura antigua, con paredes de piedra gris, que el tiempo había cubierto de musgo y enredaderas. Las ventanas, altas y estrechas, estaban cerradas con pesadas contraventanas de madera que chirriaban con el viento, como si susurraran secretos al oído de quien se atreviera a acercarse. El techo, inclinado y plagado de tejas desgastadas, tenía varias torretas que se elevaban hacia el cielo como dedos puntiagudos intentando tocar las nubes. En la cima de la más alta, llamaba la atención un viejo reloj de hierro oxidado que marcaba incansable las horas, día tras día, con tañidos lúgubres…»
Luis BONETE
Periodista Copyright-2025
En aquella ciudad, cerca de los descampados, justo donde las casas comenzaban a escasear y los árboles comenzaban a ser más densos, se alzaba un curioso edificio que parecía sacado de un cuento de brujas… o de una pesadilla. Era una estructura antigua, con paredes de piedra gris, que el tiempo había cubierto de musgo y enredaderas. Las ventanas, altas y estrechas, estaban cerradas con pesadas contraventanas de madera que chirriaban con el viento, como si susurraran secretos al oído de quien se atreviera a acercarse. El techo, inclinado y plagado de tejas desgastadas, tenía varias torretas que se elevaban hacia el cielo como dedos puntiagudos intentando tocar las nubes. En la cima de la más alta, llamaba la atención un viejo reloj de hierro oxidado que marcaba incansable las horas, día tras día, con tañidos lúgubres.
El joven Tristán, que vivía muy cerca, estaba obsesionado con ese inmueble desde su más tierna juventud. Lo consideraba una especie de museo muy peculiar, con poco trajín, pero curiosamente visitado con frecuencia, no por cualquier vecino, no, sino, y esto era algo que le llamaba poderosamente la atención, por ciudadanos conocidos que salían, la mayoría de ellos en los medios de comunicación.
El deseo de poder fisgonear el interior de esa casa le traía por el camino de la amargura desde hacía mucho tiempo. Pero a pesar de que se había acercado hasta la imponente puerta principal, de madera maciza y reforzada con herrajes de hierro, flanqueada por dos estatuas de leones desgastadas por el tiempo, siempre aparecía un educado y bien vestido personaje que le negaba la entrada. Tristán preguntaba la razón sobre la negativa y la respuesta que recibía siempre era la misma: “…, usted no pertenece al club de la Casita Azul, no tiene nada que prometer ni sabe o conoce como hacerlo”. Tristán, decepcionado, se rendía y marchaba con la imaginación por las nubes, preguntándose qué historias podrían estar escondidas tras esas puertas que le impedía cruzar.
Tristán no se rindió, se hizo el firme propósito de entrar en la casa, y para ello se armó de paciencia y vigiló, tomó notas, estudió a quien entraba y salía, comprobó horarios…, y llegó a la conclusión que el mejor momento para violar la intimidad de la Casita Azul era cualquier sábado por la tarde cuando la persona que vigilaba la puerta, tras recibir de forma habitual a una joven y atractiva señorita pelirroja, la acompañaba a una edificación anexa, situada en el jardín y de la que ambos (lo había comprobado muchas veces) no salían hasta el domingo por la mañana bien temprano.
Forzó una ventana gastada de madera y entró en el recinto. Suspiró emocionado. Portaba una linterna porque esperaba penumbra, pero curiosamente había luz, mucha; a la natural de la primera hora de la tarde se sumaban las decenas de luminarias leds de bajo consumo que mostraban el emplazamiento y, sorprendido, comprobó que era un lugar majestuoso, con columnas de mármol y vitrinas de cristal que exhibían estanterías atiborradas con las promesas más emblemáticas de la clase política española, del pasado y del presente. Cada armario estaba cuidadosamente preservado, lustrado, limpio, reluciente, digno receptáculo de prometidas reliquias de un pasado glorioso que nunca llegó.
Comprobó Tristán que La Casita Azul estaba dividida en salas temáticas. La denominada sala del Progreso albergaba promesas como “Crearé un millón de empleos» y «Construiré miles de viviendas«. En la Sala de la Justicia, se encontraban joyas como «Acabaré con la corrupción» y «La Ley será igual para todos«. En la Sala de la Esperanza, reposaban clásicos como «Garantizo educación y salud para el conjunto de ciudadanos» y «La igualdad social será una realidad«. En otra sala, la del Bienestar, que relucía como ninguna, se exhibían compromisos tales como “Reduciré las listas de espera en los hospitales”, “Bajaré los impuestos”, o “Equilibraré las cuentas públicas”.
Pasó el tiempo, y Tristán decidió ir a la Universidad y sacar el grado en Ciencias de la Información. Tras los pertinentes años de estudio, y una vez con la titulación bajo el brazo, nuestro protagonista fue contratado como redactor por el diario La Voz en Grito, de tirada nacional y especialmente puntilloso en lo que a materia de investigación de asuntos sociales y políticos se refiere. Un día, Armando, su redactor-jefe le llamó y dijo: “Tristán, coge a Antoñito el fotógrafo que vais a ir a un lugar muy especial”. “Se trata –le dijo Armando- de un edificio que está a la salida de la ciudad, ubicado cercano al parque Ven y Siéntate, y que es conocido como La Casita Azul. Quiero un buen reportaje y buenas fotos, mañana lo damos en la sección portfolio.
Tristán esbozó una sonrisa y pensó que, por fin, el edificio que tanto se le había resistido en años estaba a su alcance, y esta vez sin cortapisas. Llegados al lugar, Tristán fue recibido por una guía uniformada, educada, reluciente, con moño y muy bien perfumada, más parecía una actriz de cine que una empleada.
—Bienvenido al lugar donde las promesas viven eternamente —dijo la guía con un tono casi reverencial—. ¿Le gustaría un recorrido especial?
Tristán asintió, y la azafata le llevó a la primera sala. Allí, frente a una vitrina que contenía la promesa «Bajaré los impuestos sin recortar servicios«, la guía explicó:
—Esta es una de nuestras piezas más antiguas. Fue pronunciada por el político Julián Caradura hace más de 20 años. Aunque nunca se cumplió, sigue siendo una de las favoritas del público.
Tristán no pudo evitar sonreír ante la ironía. Siguió el recorrido y se detuvo frente a otra vitrina que contenía la promesa «Construiré un futuro mejor para todos«.
—Ah, esta es universal —dijo la guía—. Ha sido pronunciada por casi todos los políticos, en todas las épocas. Es como un himno que nunca pasa de moda.
El recorrido por La Casita Azul colmó de sobra las aspiraciones del joven periodista que visitó decenas de anaqueles que contenían promesas tales como: “Lucharé contra la pobreza”, “Haré posible la accesibilidad universal”, “Gestionaré correctamente la inmigración”, “Reformaré el modelo de financiación autonómica”, “Nunca habrá ley de amnistía”. Puigdemont comparecerá ante la Justicia”, “Acabaré con el estancamiento de la productividad”, “Extenderé la tarifa plana a los autónomos”, “Ampliaré la cobertura por desempleo”, “Eliminaré las Diputaciones y fusionaré Ayuntamientos”, “Subiré en 36.000 millones el gasto social”….
Al final del recorrido, Tristán llegó a una preciosa sala especial denominada “El Salón de las Excusas”. Allí, dentro de armarios de caoba, en lugar de promesas, se exhibían las justificaciones más creativas de la clase política para no cumplirlas. Frases como «La situación era más complicada de lo esperado«, «No contábamos con el apoyo necesario» o, «Lo intentamos, pero no fue posible«, brillaban en letras doradas.
—¿Y qué pasa con los ciudadanos? —preguntó Tristán—. ¿No se quejan?
—Oh, claro que sí, claro que se quejan —respondió la educada y perfumada azafata—. Pero los políticos tienen una solución infalible: hacen nuevas promesas. Así que La Casita Azul sigue creciendo, y el ciclo continúa.
Al salir del museo, Tristán se encontró con un grupo de políticos anunciando sus nuevas promesas en una plaza cercana. «Esta vez será diferente«, decían. «Cumpliremos lo que prometemos«. La multitud aplaudía, pero nuestro joven plumilla no pudo evitar pensar en las vitrinas del museo, donde esas mismas palabras ya estaban archivadas, esperando su turno para ser olvidadas.
Moraleja: En el mundo de la política, las promesas son como estrellas fugaces: brillan intensamente por un momento, pero desaparecen antes de que puedas pedir un deseo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
VERITAS LIBERABIT
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